A veces bramo en arameo leyendo la prensa. Como todos supongo, lo asumo también como un síntoma más de que voy cuesta abajo y sin frenos para convertirme en un meme andante de viejunidad. Hoy voy a despotricar de la movilidad sostenible, para ponerme años encima yo solita sin ayuda de nadie. Os invito a comprobar como me cubro de gloria y de canas, y os prometo que después de la chapa infernal, seré capaz de relacionar mi rabia furibunda con la temática que nos trae a todos aquí: los animales. ¿Sus atrevéis? Pues pallá que vamos.
En los últimos años uno de los conceptos más repetidos en los medios de comunicación ha sido la sostenibilidad, aunque llevamos años escuchando la necesidad de amortiguar los efectos del cambio climático, los argumentos sobre su causa han ido cambiando con el paso del tiempo. Cuando yo era pequeña solo se hablaba del efecto invernadero y del agujero de la capa de ozono que ya no íbamos a poder cerrar. Eran los años ochenta y entonces el enemigo a abatir era la laca. Viendo los peinados de la época, no me extraña. Ya puestos podíamos haber buscado también otra causa perdida y tratar de abolir por ley las hombreras y los colores flúor. Da igual.
Chorradas aparte, el tiempo de la laca y los CFS pasó y llegaron los noventa. La moda no había mejorado gran cosa, pero es cierto que los cardados dieron paso a las melenas ultralisas. Supongo que como eso implicaba una reducción considerable del uso de aerosoles, en aquel entonces todos los males del planeta comenzaron a señalar a un único y pérfido culpable: las vacas.
Sí amiguis, nuestras amigas cornupetas y sus flatulencias la estaban liando parda y no solo eso sino que por su culpa apareció una terrible enfermedad, la encefalopatía espongiforme, para profanos: el mal de las vacas locas, que solo con comerte un filete te podía dejar tarumba o llevarte para el otro barrio. Le echamos la culpa a los pobres bichos, pero tanto en uno como en otro caso, la culpa la tenían/tienen el capitalismo desaforado. Eso sí, la política patria nos dejó grandes momentos de hemeroteca gastronómica que ríete tú de Master Chef. Había que ver a Arias Cañete, Ministro de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente pasearse de plató en plató mientras zampaba un chuletón tras otro al borde del infarto de miocardio para demostrarnos la salubridad de la carne de vacuno. Los coros, el aderezo, se los hacía Celia Villalobos por aquel entonces Ministra de Sanidad, recomendando que le echásemos otro tipo de hueso al cocido. Sea como fuere y aunque el tema de la ganadería intensiva aún colea, el cambio de siglo trajo aparejada una subida de las temperaturas y el temido efecto invernadero. No había marcha atrás.
Varios países hicieron entonces el paripé con el famoso protocolo de Kyoto en el que pretendían dejar por escrito su compromiso por afrontar un cambio de paradigma y dejar de lado los combustibles fósiles. Tenían taaaaantas ganas de realizar cambios en sus vidas y en las nuestras, que solo en firmarlo tardaron ocho añitos de nada, y ahí queridos amigos, empezamos a hablar de emisiones, ¿De televisión?, ¿De radio?, Nope, de CO2. Aquí en medio estábamos tan tranquilos, esperando ver cuál era la siguiente tanda de culpables a los que responsabilizar del fin del mundo, cuando en la prensa los ayuntamientos locales comenzaron a hablar de planes de movilidad sostenible, de la Agenda 2030 y de los objetivos de descarbonización. Ahí, en ese preciso instante, fue cuando me di cuenta que una vez más los culpables éramos los de siempre, los que nos echábamos laca en los ochenta, comíamos filete de ternera en los noventa y teníamos un coche viejo en pleno 2020.
Ojo, que no me quiero hacer un Rajoy y mencionar a ningún primo científico que niegue la más flagrante de las evidencias, solo quiero hacer hincapié en que pasar de la laca, a las flatulencias de las vacas no ha reforzado el discurso sino que lo ha ido convirtiendo en una especie de Pedro y el Lobo. Ahora por lo que se ve el lobo ha llegado por fin y se está dando un festín en medio del rebaño (como homenaje a Arias Cañete, supongo).
Vaya por delante otra cosa: yo no conduzco. Tengo carnet de conducir, pero lo odio con todas mis ganas. Voy a todos los sitios que puedo andando o en transporte público pero soy consciente de que el coche en muchas ocasiones no es un capricho sino una necesidad. Ahora tenemos que sacar los coches de las ciudades, los coches viejos claro, los baratos. Los de última generación que cuestan más que un piso en el centro esos sí pueden pasearse porque emiten menos. Vale, puedo asumirlo, puedo dejar de lado la envidia de clase y darlo por bueno, porque en el fondo sé que es necesario, pero entendería mejor esta política de movilidad si la administración hiciese algún amago si quiera de reforzar el transporte público y su oferta. La risa me da cada vez que escucho hablar de la estación de tren y autobús de Gijón, esa que nunca llega y que como sigan desplazando del centro acabará en Candás lo más cerca. Me descojono directamente cuando leo los planes del Ayuntamiento de Avilés y sus aparcamientos disuasorios a la altura del Reblinco. Claro que sí, van a ir los de Piedras Blancas a dejar el coche en Cristalería y ahí coger un autobús para ir hasta Avilés... ¿Y si reforzáis desde ya la flota de transporte urbano?, ¿y si hacéis un esfuerzo mayor e intentáis recuperar la feve que también serviría para comunicar esos concejos?, ¿Y si miráis un poco pa Illas y Candamo y asumimos que muchos enlaces no tienen con nuestra comarca?. Y si el transporte urbano a los polígonos fuese más eficiente y amplio lo mismo evitábais que todo el mundo se lanzase al coche como si no hubiera mañana. La clave está en mantener los servicios aunque no sean rentables, pero claro, quién le pone ahí el cascabel al gato. Que sí que aparte de todas estas demagogias baratas, que estoy haciendo con el tema de los coches, hay excesos y lo sé. Que hay gente que lo usa hasta a la panadería de la esquina y eso hay que evitarlo.
Lo sé, lo asumo y os juro que, en cuanto se me pase la pataleta, yo adoraré la época que me ha tocado vivir si entre todos hacéis que no tenga que conducir un coche más en lo que me resta de vida, pero tengo una pregunta: ¿Qué pretendéis que hagamos con el perro los que lo tenemos? ¿Cómo pretendéis que nos movamos con ellos? ¿Queréis que los dejemos tirados como colillas? Porque aún no he leído a un puñetero alcalde hacer referencia a que los animales de compañía serán bienvenidos en el transporte urbano. No sé dónde pretendéis que los lleven los visitantes que se acerquen a nuestras ciudades ni cómo pretendéis que si van a ser miembros de facto de nuestras familias, nos desplacemos con ellos una vez que nuestro coche particular sea totalmente vetado.
Ergo, ¿Movilidad sostenible?, Perfecto, pero ¿Y mis animales?
YWC
Fuente: Ten vinilo |
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