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Nanda está enferma. La Angustia.


Bueno, he dejado pasar unas semanas, en realidad más de un mes, antes de lanzarme a escribir esto, primero porque me es difícil hacerlo, pero también, para qué negarlo, porque el ritmo de los acontecimientos me ha impedido detenerme a pensarlo. 
Todavía estoy calibrando si esto es bueno o malo. La cuestión es que escribo esta entrada quince días después de conocer el diagnóstico de Nanda: hemangiosarcoma. No tiene un pronóstico muy favorable que digamos. Podéis teclearlo en google y solazaros, o podéis simplemente quedaros con lo que os digo: Nanda está más enferma de lo que a mí me gustaría creer y muchísimo más, de lo que soy capaz de asumir. 
Ya he pasado por esto antes, me he despedido de más perros, pero todas las veces duele lo mismo. Por desgracia no se acostumbra uno. Se ve que el alma no hace callo.

Por eso hoy, como ejercicio de reflexión, quiero recapitular e ir contándoos el proceso de asimilación y despedida en el que nos encontramos inmersos.


Hace algo así como un mes, a mediados de mayo, hubo un día en el que a mí me pareció notar que mi perra caminaba más despacio de lo normal. Era como si de repente Nanda fuese centenaria y se le hubieran caído encima todos los años de golpe. Cuando volví a casa horas más tarde, volvía a estar “normal”, por lo que pensé que una vez más éramos yo y mis paranoias. Días después, un domingo, la situación se repetía: una perra aparentemente normal, de repente se quedaba apática e inapetente para horas más tarde recuperar un poco el tono habitual. Volvió a ocurrir una tercera vez un viernes cuando volví del trabajo. Estábamos en plena (y extraña) ola de calor así que cuando me senté en la clínica a esperar que nos atendieran, había gente que me decía al verla: - Será el calor mujer.  ¿Cómo va a querer caminar con la que está cayendo?,- pero aquello ya no eran apreciaciones mías, ni paranoias, ni ostias en vinagre. Ahí, en aquel cuerpecillo, había algo que no estaba funcionando bien y yo lo sabía, por muy de exagerada que me estuvieran tildando.

Una analítica y una ecografía más tarde, teníamos el resultado en la mano. Las palabras de la veterinaria fueron como un hachazo en mi córtex cerebral. A partir de los términos tumor agresivo fulminante, no entendí nada más. Las sílabas rebotaban en las paredes de mi cerebelo pero entraban y salían de mis oídos, como si mi cabeza fuese un canalón viejo que desagua un tejado. La verdad es que aunque lo intuía, hasta el último momento me aferré a esa posibilidad remota de que fuese algo menor, un cólico, quizás, pero no un tumor. Qué miedo nos da la palabra cáncer hasta para hablar de nuestros perros, y eso que en nuestro caso ya ves tú. Nanda tiene trece años y por desgracia no tiene visos de ir a ser eterna. Es un sarcoma, como podría ser un infarto, o una insuficiencia renal. Al final, está en los estándares de los de su especie y tamaño. Lo jodido es asumir, que nuestros animales, al igual que nosotros mismos, son finitos. Lo sabemos desde el primer momento en el que decidimos compartir nuestras vidas con ellos, pero nos pasamos años ignorando su realidad: probablemente y por fortuna para ellos, morirán antes que nosotros. Y tras ocho años prescindiendo de su mortalidad, Nanda escogió un 31 de mayo para anunciarme a bombo y platillo que se moría. Cuando me di cuenta, estaba llorando a moco tendido en la consulta. Tardé eso sí, como un cuarto de hora, en asumir, lo que la pobre veterinaria intentaba transmitirme: tu perra se muere. Y cuando lo procesé, mi CPU se bloqueó por sobrecarga emocional, la memoria empezó a recopilar momentos mientras el cerebro reproducía una y otra vez, al famoso cuervo de Poe: Nunca más iremos a la playa; Nunca más correrás tras las manzanas, Nunca más vendrás a mi encuentro en la puerta, Nunca más aullarás en el coche, Nunca más me esperarás al pie de la bañera, y - dijo el Cuervo: - Nunca más….

En resumidas cuentas, que me rompí por dentro y salí del veterinario como si fuese yo quien llevase clavada la hoja de acero en las entrañas. Sin haberme enterado de la misa la mitad, cogí la correa y retomé el camino de vuelta a casa mientras mi querida perra, me seguía como si nada hubiera pasado.
Una parte importante de mi universo se desvanecía, pero como siempre pasa, el mundo seguía girando.



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