Esta entrada me cuesta bastante escribirla, tanto, que llevo desde el 1 de enero digiriéndola para poderla procesar. Dicen los manuales de psicología, que no hay mejor forma que afrontar un problema que ponerlo por escrito para darle orden a pensamientos, sentimientos e ideas, así que supongo que no hay mejor terapia que escupir hoy lo que siento en forma de obituario.
El 1 de enero de este año se murió Nanda. Así de simple y sencillo. Mi perra, mi fiel compañera se fue, y un trozo de mí murió ese día con ella. Entonces, en aquel entonces que hoy se me antoja tan lejano, desde mi ingenuidad pensé que habiendo tenido aquel horrible comienzo, el año ya solo podía ir a mejor. La risa floja me da solo de pensar en lo que ya entonces se estaba orquestando y el destino nos tenía preparados a todos para 2020. En enero lógicamente yo aún no lo sabía. En aquel momento solo podía sentir la tristeza y la pena que sientes al despedirte de una etapa de tu vida, la que comparte contigo un perro y que por mucho que los cretinos se empeñen en repetirte,los nuestros, son y seguirán siendo para nosotros sus dueños, mucho más que un simple animal de compañía.
Para mí la muerte de Nanda significaba dejar atrás una década de mi vida, una que compartí con ella y a la que tengo asociados multitud de recuerdos y experiencias vitales. Todas ellas se fueron con ella. Lo bueno es que también gracias a eso, ella volverá junto a todos esos momentos cada vez que una foto o un lugar regrese a mi mente. Nanda significa para mí muchas cosas, ninguna de ellas baladí.
Nanda fue y sigue siendo mi perra, y el día que sea capaz de quitar su foto del marco desde el que aún preside la estancia, sabré que tendré asumida su ausencia como durante tantos años di por hecho su omnipresencia.
Mi Nanda, mi perra, mi querido zorrón se apagó el 1 de enero de 2020, el año que será recordado por ser aquel en el que todo se fue a la mierda.
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