Mi gata es la guardiana de mis rutinas, la que se asegura que
el orden de la casa se cumpla, de que comamos a la hora, de que nos echemos a
dormir. Mi gata marca los tiempos y organiza la vida cotidiana de mi hogar. Me
encanta tener gato porque no necesito relojes para detectar que llevo más
tiempo del que debiera viendo la televisión o porque es la primera en darse
cuenta de que es tarde y aún no hemos comido. Es interesante contar con un General
Manager que me avisa de que el despertador no ha sonado a tiempo hoy y que voy
con retraso.
La gata nos dicta: tienes que levantarte, es hora de echarse,
tenemos que comer, no te olvides de echarnos agua. Ella está siempre pendiente
de todo y de todos. Vigilante, asegurándose de que la rueda gira y que todo va
como tiene que ir.
Tampoco se olvida de recordarnos que siempre y pase lo que
pase, hay que dejar sitio para las buenas costumbres. Ella sabe que es
necesario detenerse un momento y dedicárselo a uno mismo. Entonces se sienta, se
acicala y me acicala. Y no sé cómo explicarle que entre los de mi especie no
está bien visto lavarse el pelo con la lengua, que nosotros usamos agua y
jabón. Ella insiste e insiste como esas madres que pese al fastidio del hijo no
dudan en limpiarle la cara usando tan solo un dedo y su saliva…
Mi gata, una vez al día, exige que durante unas horas el
mundo se detenga solo para quererla. No importa cómo haya ido la jornada, que
estés cansado o de mal humor. Ella sabe que es muy importante dedicarle tiempo
diario al amor.
Mi gata entiende que pese a que nos queramos, todos los seres
necesitamos ser autosuficientes, que no es bueno que dependamos enteramente el
uno del otro, y procura cultivar nuestra independencia, la suya y la mía.
Mi gata comprende que todos necesitamos nuestro espacio, por
eso procura que el suyo esté bien delimitado.
Mi gata sabe que a veces no soy tan inteligente como cabría
esperarse de alguien de mi tamaño, por eso se molesta en explicarme las cosas
varias veces antes de enfadarse. Mi gata tiene muuuuucha paciencia, por eso no
le importa perder el tiempo en explicarme de nuevo lo que ya me explicó ayer.
Adoro a mi gata porque se toma las cosas con mucha filosofía,
porque la vida es fácil si sabes relajarte y simplemente dejarte llevar. Porque
no hay nada que no se solucione tomándote un tiempo para descansar. Ella sabe
que los problemas se ven de otra forma si te detienes a mirarlos desde otra
perspectiva. Y todos los días me demuestra que solo se necesitan dos minutos de
sesteo al sol para ser feliz. Mi gata sabe sacar partido de la vida y no le
importa que haga frío si eso significa que va a encenderse un radiador. Ella
sabe que cuando una puerta se cierra, raro será que no se abra también una
ventana. Ha comprendido que las cosas hay que tomarlas como vienen y sacar el
mejor provecho que se pueda para sentirse afortunado. Mi gata es una gata zen,
que me enseña a serenarme cada día. Ella es como un maestro asceta, mi gurú
espiritual, que procura mantener el equilibrio de mi hogar. Ella dormita, come,
se relaja y me relaja, y cuando ve que sus mandamientos no son suficientes para
conseguir la ansiada simetría, simplemente se acerca, te mira y se acomoda
sobre mi pulso, lo más cerca que puede del corazón. Entonces me amasa y
ronronea. Y es como si dijera uno…dos…uno… dos… respira… espira… respira…
espira… Y así muy suavemente me ayuda a dejar la mente en blanco, cerrar los ojos
y limitarme a sentir toda la armonía que ese cuerpecillo de apenas dos kilos es
capaz de transmitir.
Solo odio tener gato en un momento preciso, cuando sacamos el
temido transportín. En ese momento mi adorable y equilibrada gata se estresa y
su maullido constante me estresa a mí. En ese instante, querida mía, y solo en
ese, cuando hay que salir a la calle, pagaría, lo reconozco, porque durante
apenas unas horas pudieses ser un perro.
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