Pues sí amiguis, hace exactamente un año, el mayor de mis problemas era conseguir que mi gato firmase un tratado de paz con el cachorro loco que acabábamos de introducir en casa... Luego ya entraron en escena la pandemia y todas las desgracias que se nos vinieron encima, pero en aquel entonces, el drama, era convencer al gato de que aquel animal, aunque un poco tonto, no tenía malas intenciones.
Si tenéis gato sabéis lo tercos que pueden ponerse y lo difícil que puede resultar doblegar su voluntad. Pues así estaba yo, en enero de 2020.
Frixuelo aterrizó en nuestras vidas un viernes, y aunque a mí me había parecido una idea estupenda introducir un cachorro en casa con una perra centenaria y dos gatos, el resto de mis animales, no parecían compartir la misma opinión.
Frixuelo brincaba como una cabra loca por todos los rincones de la casa, torturando a Vaca, que no estaba ya para hacer de canguro, y persiguiendo o ladrando a aquellos dos animales que no se dignaban a hacerle caso.
Mis gatos en pie de guerra |
El primer fin de semana que el perro estuvo en casa, mi gato lo pasó encaramado al armario. Ambos mininos se recluyeron en una habitación y no estaban muy por la labor de aceptar un segundo encuentro con aquel chucho, a sus ojos, desequilibrado. Lo cierto es que temí que la situación se alargase en el tiempo, pero por suerte mi gata es de costumbres fijas y más terca que una mulina torda, así que pasados dos días de autoexilio decidió que vivir sin servicio, no es vivir y se dispuso a recuperar todos sus privilegios adquiridos. El gato sólo no subsistió al ostracismo y poco a poco, fue adentrándose en el salón. Lo complicado entonces fue convencer a Frixuelo de que los gatos no se persiguen y para qué engañarnos los primeros intentos se convirtieron rápidamente en escaramuzas de guerra. El gato se subía a algún sitio en el que sabía que el perro no conseguía alcanzarlo, el perro le ladraba, yo reñía al perro y el gato bufaba.
Pasaron un par de semanas hasta que el gato se dió cuenta de que Frixuelo, no acababa de pillar aquello de los bufidos. El lenguaje felino no estaba hecho para él. De vez en cuando, Guiñapo se acercaba a Vaca y se le frotaba, en un vano intento de especificar con qué perro estaba dispuesto a convivir y con cuál no. No le sirvió de nada, claro y su opinión sobre Frixuelo no mejoró cuando se dió cuenta de que se zampaba su comida y destrozaba sus juguetes. Solo se avino a tragar con él, cuando reparó en que si miagaba un poco, rápidamente un humano se acercaba a zarandear al perro. Desde entonces utiliza esa técnica aún incluso cuando el otro infeliz no ha hecho nada para incordiarlo.
¿Qué parte de "no me gusta el perro" es la que no acabas de entender? |
Tuvo que pasar un mes largo, para que accediera a compartir tiempo y espacio con aquel impertinente que había venido para quedarse. Le ayudó ver que la gata lo ponía fácilmente en su sitio con un par de zarpazos y que el otro no respondía. Fue poco a poco dándose cuenta que el mayor tamaño de su contrincante no era proporcional a su inteligencia, y que lo que él había identificado como ataques consistían básicamente en llenarlo de babas. Al final se rindió a la evidencia, y ahora no es que lo adore, pero lo tolera.
Visto en retrospectiva, me doy cuenta de lo que tenía que haber hecho y no hice. La próxima vez será. Lo primero de todo habría sido hacer una presentación tranquila en la que el gato se hubiera sentido seguro y no dejar que Frixuelo entrase directamente a darle "dos besos".
Tendría que haber controlado los espacios. Aunque mis gatos siempre tuvieron una habitación en la que sentirse seguros, es cierto que probablemente les hubiera gustado más ser los dueños del salón, pero hubiéramos tenido problemas igualmente porque dudo mucho que Frixuelo, hubiera aceptado estar él solo en la habitación de seguridad.
Te quiero, pero poco, que lo sepas cánido |
Una vez rotas las compuertas del desencuentro, lo único que necesitamos fue tiempo. Tuve suerte no obstante de que mi gato es como es, y en definitiva es más perrófilo que perrofóbico. La gata también ayudó. Tener una generala felina a la que no le tiemblan los bigotes para imponerse a ningún perro, contribuyó a que Guiñapo le perdiera el miedo al intruso.
Lo cojonudo paradójico del caso es que yo me había decantado por un cachorro, en parte precisamente por ellos. Sabía por la experiencia previa que convencer a un perro de que el gato no está en el menú, lleva un tiempo y un trabajo. Por querer coger el atajo, hice un camino más largo. Que yo supiera que un cachorro no podía dañarlos, no implicaba que ellos tuviesen también ese conocimiento.
Vamos, que una vez más, aprendo lo desaprendido y que diez años más tarde, nos tocó volver a empezar. De todas formas, lo doy por bueno, porque bien está, lo que bien acaba.
La tregua |
YWC
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