La mayor parte de vosotros ya
conoceréis esos inventos a la par milagrosos que del demonio, denominados
collares isabelinos. Yo había tenido la suerte hasta el momento de saber de
ellos solo de oídas o más bien de vista. Cuando veía por la calle a sus
víctimas caninas tropezándose con toda esquina, coche, bordillo, escalón o
pierna que se les cruce en el camino. Siempre como espectador, así de lejos,
pero esta pasada semana me tocó vivirlo en vivo y en directo, 24 horas al día,
y por eso, voy a dedicarle al tema esta entrada.
Contextualicemos, la pasada
semana castramos a Lola, la perra que aparece en las fotos de este artículo.
Lola, es una perra mestiza, cruce de ppp y algo parecido a un sabueso que dio
lugar a una perra bruta, fuerte, curiosa, inquieta y ante todo alocadamente
cariñosa. Lola, es un manojo de nervios de grandes orejas y enormes ojos que
pega la trufa al suelo para seguir cualquier rastro, aunque remoto, que haya
quedado prendido a la hierba o al cemento. El collar isabelino para los
animales como Lola es un tormento. Colocarle la “campana” fue sencillo, porque
se encontraba aún bajo los efectos de la anestesia, pero a las pocas horas ya
nos dimos cuenta de que la fragilidad del artefacto en cuestión no estaba
pensado para los animales de su temple. Ese mismo día, lo destrozó tras
tropezarse un par de veces contra las paredes al no ser capaz de medir sus
nuevas dimensiones. Y ese es, para mi gusto, el primer fallo del aparato. No es
flexible y se resquebraja con facilidad, por lo que si os veis obligados a
ponerle a vuestro perro esta campana del demonio, aquí os dejo un “briconsejo”:
envolved con cinta de embalar el borde, para que amortigüe los golpes y no se
raje. De lo contrario, como nos ocurrió a nosotros, podéis encontraros con un
isabelino roto de parte a parte en menos de lo que canta un gallo.
En cuanto le pones el collar al
perro te das cuenta de que el que lo diseñó no vivía en un piso español al uso.
Quiero decir, ponerle una campana a un perro del tamaño de Lola y pretender que
no te embista cuando te sigue por un pasillo de medio metro de ancho es ciencia
ficción.
Y he de reconocer, que por
suerte, Lola no se sintió asustada con la campana, tropezaba sin cesar contra
todo y todos los que se cruzaba en su camino, pero como es una perra terca, los
obstáculos no frenaron su marcha y cuando se quedaba encallada en algún lugar,
bregaba por liberarse para continuar. He leído que sin embargo muchos animales
se ven amedrentados por el artefacto que les impide la visión periférica y se
niegan a caminar. En estos casos recomiendan que el dueño los invite a moverse
mediante premios y recompensas en pequeños trayectos hasta que el perro, o el
gato, se vuelva a sentir confiado y reanude su vida con normalidad.
Hay dos inconvenientes que para
nuestra desgracia sí vivimos en propias carnes: 1. La dificultad del perro para
olfatear el suelo, y por consiguiente para encontrar el lugar adecuado en la
calle para hacer sus necesidades y 2. Tener que administrarle al animal directamente
el agua y la comida.
En lo que a la calle se refiere,
no puedo recomendaros más que paciencia. El perro tropieza con la campana en el
suelo, y se niega a bajar la cabeza para olisquear, lo que conlleva que los
paseos se alarguen hasta que el animal se ve obligado por sus propias
necesidades. Es importante contar con estos tiempos extra, tras el
postoperatorio hasta que el animal se acostumbre a su nueva “movilidad”.
Respecto a la comida y el agua,
recomiendan situar los cuencos en lugares algo más elevados para facilitar su
acceso a nuestra mascota, pero en nuestro caso, pese a colocarlos sobre un
caldero volteado (casualmente la altura de la perra), teníamos que ayudarla a
comer y beber. La comida, no suele ser problemática, puesto que el animal come
una vez al día, pero el agua sí resultaba un inconveniente serio, ya que no
podía acceder a su gusto sino que teníamos que acercársela cada cierto tiempo
para evitar que derramase el contenido de la escudilla y sobre todo para
mantener sus niveles de hidratación.
Buceando en internet, encontré
algún modelo de isabelino, que parecía más cómodo para todos los involucrados.
Es una especie de almohadilla hinchable, que pese a que sigue evitando que el
animal tenga acceso a rascarse donde no debe, al no rodear la cabeza, permite
ahorrar muchos de sus inconvenientes. Lo busqué sin éxito en veterinarios y
tiendas de accesorios de mi entorno. El motivo de su limitado acceso es que
triplica el precio de un isabelino normal, aunque os confieso que hubiese
pagado la diferencia encantada.
Y vosotros, ¿cuál es vuestra
experiencia con este collar?