Capítulo 6: Haciendo de (naves) nodrizas (again)
Hubo un tiempo que ahora me
resulta muy lejano, en el que yo misma me creí mis propias mentiras, es decir estaba
convencida de haber “renunciado” a los acogimientos caninos y/o felinos tanto
cortos como largos. En aquel entonces me limité a acercarme al albergue para
socializar perros. Román, Risti o Cuchi, compartieron con nosotros la última
época en Pajomal, cuando los días consistían en aprender a montar en coche,
pasear y ver pasar la vida desde la seguridad de una terraza.
Duró poco. Creo que el primero en
aterrizar como residente permanente y romper con la anterior regla de
“prohibido acogimientos”, fue pollete, al que no se le ocurrió mejor idea que
tirarse del nido abajo una cálida mañana de mayo. Pajarracos aparte, la vida fue
transcurriendo plácidamente hasta que una de esas múltiples camadas no deseadas
llegó a Serín en octubre de 2017.
Supongo que tenía el día tonto; o
que en la foto que vi de aquellas larvas caninas aparecía una de las mantas que
yo acababa de donar; o a lo mejor tenía demasiado presente el estrepitoso
fracaso de mi anterior crianza felina y quería demostrarme a mí misma que eso
podía cambiar… No sé… La cuestión es que llamé para acogerlos, y cuando Javi
quiso darse cuenta se encontró a sí mismo yendo a buscar a aquellos dos
proyectos de fierecillas.
Era la segunda vez que me
postulaba como “nodriza” y bueno, fracasar, no fracasé porque ambas
sobrevivieron a mis cuidados, pero está claro que no calculé ni los tiempos, ni
el esfuerzo, ni el trabajo que nos supondría sacarlas adelante. Los biberones
no fueron nada, el problema real llegó cuando crecieron y no pudiendo salir aún
a la calle tenían que “desfogar” dentro de casa.
Sobra decir que no fue
problemático para mis proto-cachorras convivir con los gatos o los otros perros
con los que se encontraron en casa. Ellos ya estaban allí cuando ellas abrieron
los ojos así que los asumieron con la misma naturalidad con la que entendieron
que nosotros éramos “sus padres”. El problema, una vez más no provino de los
nuevos inquilinos, si no de los antiguos moradores. Introducir a las cachorras
aunque no fue traumático, porque tardaron semanas en campar a sus anchas por el
resto de la casa, sí fue estresante, porque el ritmo de los antiguos ocupantes,
no era el mismo que el de las recién llegadas.
Condiciones higiénicas aparte (mi
casa era una cuadra), la energía que aquellos dos monstruitos necesitaban
quemar, no tenía nada que ver con las reservas energéticas de mi tranquila
perra de más de diez años.
A todo eso hay que añadirle que
por muy madre de sustitución que uno pretenda ser, y por mucho instinto que
conserven nuestros cánidos, hay ciertos comportamientos sociales, que los
perros tienen que aprender de otros perros. Si os dais cuenta, todos los
cachorros se acercan primero a los perros y después a los humanos, somos su
plan B. Ese comportamiento está muy enraizado con su naturaleza social, y
vinculado directamente con la educación que reciben de los de su propia especie.
De ahí, la recomendación general de que
las camadas pasen al menos tres meses con su madre y sus hermanos para
desarrollarse como animales equilibrados. Mis cachorras, no tuvieron una madre
canina a la que seguir, solo una abuelastra, Nanda, que para más inri, no las
soportaba. Nanda les enseñaba los dientes para que la dejasen en paz, no tuvo
paciencia con ellas y las ignoró todo lo que pudo. No la culpo, aquello podría
haber sido catalogado como tortura por cualquier tribunal de derechos humanos.
No tuvo más remedio que tolerarlas y lo hizo. Compartió, contra su voluntad
todo hay que decirlo, vida, comida y agua con ellas. Las llevó colgadas de su
chepa cada vez que salíamos a la calle y aunque procuraba obviarlas, las otras
dos la imitaban. Si Nanda hacía agujeros, ellas dos hacían agujeros. Si Nanda
comía tierra, ellas dos intentaban comer tierra. La primera vez que fueron a la
playa y se asustaron ante la inmensidad del mundo que se abría ante ellas, mucho
más grande que su cuarto, se negaron a caminar y solo accedían a acurrucarse
temblorosas detrás de la seguridad que les daba el único perro al que conocían,
es decir Nanda.
Cuando Selma encontró casa y
Pattie, se sintió aún más huérfana sin su hermana, su obsesión por Nanda creció
y no la dejaba ni a sol ni a sombra. En realidad Pattie, no me hacía caso a mí,
Pattie obedecía a Nanda. Yo era una tía muy maja que de vez en cuando repartía
comida, o una tía muy loca, que a veces entraba en un cuarto gritando y la
obligaba a soltar alguna cosa que en aquel momento estaba mordisqueando. Ella
realmente a quien seguía, a quien necesitaba, a quien adoraba, era a Nanda. De
hecho, antes incluso de que encontrase casa, cuando parecía que su tamaño y su
piel atigrada jamás iban a dejar mi salón, nosotros ya habíamos reparado en que
para educar a Pattie, íbamos a tener que separarla de Nanda.
Y Nanda, mi pobre Nanda, hubiera
pagado porque alguien hubiese secuestrado a Pattie. En aquella ocasión, no se
trataba solo, que los cachorros en lugar de despertarle el instinto maternal, le
despierten el asesino, es que sus necesidades y sus ritmos eran totalmente
distintos. Mi querida Nanda, se puede echar una carrera para estirar las patas
si ve a uno de sus amores perrunos platónicos, o si está muy contenta de verse
en la playa, en el río o en la huerta, pero poco más. Su época de runner ya
pasó. Ella ahora hacia donde corre es en dirección a la cocina y únicamente si
oye abrirse la puerta de la nevera. A Nanda le pide el cuerpo sestear al sol,
como a los jubilados de los parques o sentarse en una terracita y vermutear,
pero no pasarse horas corriendo, persiguiendo una pelota, jugando con otros
perros o haciendo trizas cualquier cosa que caiga entre sus fauces, como le
ocurría a Pattie. Cada edad tiene una cadencia, y yo por no respetarlo,
convertí nuestra convivencia en una fuente de estrés innecesaria.
Con las cachorras aprendí varias
cosas, que criar perros en casa, solo es una opción si quieres volverte loco
y/o reformar tu piso. Que todos los cachorros necesitan tener una referencia
canina a la que aferrarse para entender los comportamientos de los de su
especie. Y que como ya me había ocurrido previamente con los gatos, para que la
convivencia entre animales de una misma especie sea posible, se requiere que
tengan necesidades similares. Esto es, mezclar un cachorro que solo quiere
jugar y correr, con un animal senior
que solo piensa en comer y dormir, solo es una fuente de ansiedad y de
conflicto.
Cuando por fin ambas cachorras
tuvieron un hogar, yo volvía a comenzar una etapa con el convencimiento de
haber aprendido la lección: No volverás a acoger cachorros.
A ver lo que me dura… La semana
que viene finalizó mis últimos diez años de acogimiento con mi querida Vaca.
¡Nos leemos!