Dice el refrán, marzo nidarzo,
abril hueveril y mayo pitayo. Sin embargo hay algunos que parezca que tengan
prisa en la vida, y así fue como llegó Eisenhower a nuestras vidas. Recuerdo
que era abril, porque no era tiempo de polluelos, y sin embargo, cuando aquel
sábado crucé el parque, mientras avanzaba campo a través, algo en mi ángulo de
visión pareció moverse. Fue así como me tropecé con aquel pollo, acurrucado
junto al tronco del árbol del que probablemente acababa de caer. Me detuve
indecisa ante él, y el animal abrió indefenso el pico ante mí. Estaba vivo y
aunque conozco las normas y sé que debería haberlo dejado en el suelo, pero sin
detenerme a pensarlo demasiado, me agaché y lo recogí.
El parque de las Meanas es un
lugar demasiado concurrido por perros como para que el animal hubiera
sobrevivido apenas unas horas.
Sé lo que dice la teoría: o bien
dejar que la naturaleza siga su curso o llamar el Seprona, sobre todo en caso
de tratar con especies protegidas. No soy ornitóloga y aún hoy no tengo muy claro
qué tipo de pájaro era, y espero siga siendo, Eisenhower.
Sé que no era una paloma, ni un
gorrión, ni una coqueta lavandera. Tampoco un petirrojo o colirrojo, ni un
jilguero, ni un cuervo, urraca o gaviota que son las especies que puedo
distinguir a simple vista. Pudo haber sido un tordo (protegido) o un estornino
(casi una plaga), pero lo cierto es que cuando aquel día recogí aquel pollito
del suelo, no quería pararme a pensar en legislación. La opción dejar al animalín
en el suelo, para que fuesen sus propios padres los que lo alimentasen y educasen,
la he observado otras veces y sé que algunas nidadas prosperan así. Cuando me tropecé a Eisenhower, no quise
pararme a reflexionar. O lo recogía yo, o lo hacía el perro. Y me pareció más
oportuno hacerlo yo.
Con aquel pollo, aprendí mucho de
ornitología. Salió adelante contra todo pronóstico y contra el veredicto que
todo el que me rodeaba, incluyendo el veterinario, emitía en contra del pájaro.
Nos costó mucho esfuerzo sacarlo adelante. Sin saber exactamente de qué tipo de
especie se trataba, di bastantes palos de ciego en su alimentación. Leí en internet
manuales enteros de crianza pajaril y extraje una única conclusión: mucha
proteína y alimentación variada.
El primer día tuve que
alimentarlo a la fuerza, el segundo abría el pico como un loco y le pedía
comida a todo aquello que se moviese en un radio de dos metros a su redonda. Le
daba lo mismo que fuese el perro, yo misma o el mango de la aspiradora.
Eisenhower fue creciendo hasta
convertirse en una esponjosa bola de plumas adornada con un pico y dos patas de
alambre. Tiempo después, dos amigas biólogas de verdad, me confirmaron algo que
yo había constatado en mi propio experimento: Los pájaros no tienen un
regulador del apetito que les permita determinar cuando están llenos. Piden por
defecto ya que desconocen cuando será la próxima vez que tendrán la oportunidad
de comer. De ese modo y sin pretenderlo, Eisenhower nos esclavizó pidiendo
comida a todas horas y nosotros padres primerizos e inexpertos, procurábamos
llenarle el buche sin descanso, entre otras cosas para que se callara.
Supongo que como bien decía mi
madre, el pájaro estaba a punto de “hacer paff”, de lo rechoncho que llegó a
estar, pero por fortuna y pese a nuestra ignorancia el pajaruelo evolucionó y
fue convirtiéndose en un ave cada vez más estilizada.
Tuvo entretanto un pequeño bajón,
que el veterinario solventó sustituyendo su dieta a base de papilla casera, por
un preparado para pájaros insectívoros. Esa pasta de cría consiguió que
Eisenhower reviviera por segunda vez.
Me preocupaban sin embargo durante
su crianza, dos aspectos: enseñarle a comer y a volar para que estuviese
preparado para su suelta.
El primero lo resolvimos
comprando en una tienda especializada de pesca, cebo vivo. Te venden la Xorra
en unos envases circulares de plástico similares a los de la comida china, que
vienen llenos de tierra y lombrices vivas. Para nuestra sorpresa, desde el
primer momento, el instinto que residía en Eisenhower salió a flote frente a
los botes y se zambullía en busca de las lombrices, para una vez atrapadas,
intentar machacarlas contra el suelo antes de engullirlas. Tardó unas semanas
en perfeccionar su técnica pero lo consiguió.
De igual manera, fue él mismo
quien un día, de repente y sin previo aviso comenzó a volar. Su primer vuelo
consistió en salir de su recinto para estamparse directamente contra la pared y
caer encima del radiador. Fue una tarde de sábado, sin que nadie lo esperase,
ni siquiera él mismo, cuando sus dotes de aviador se pusieron en marcha.
Eisenhower fue poco a poco
perfeccionando el despegue y el aterrizaje, ensayando en cortos vuelos que iban
de la lámpara a una silla, de la cortina a un sofá. Procurando encontrar
siempre el punto de vista más elevado que le permitiese controlar el horizonte.
Poco a poco fue haciéndose más
desconfiado, y durante su adolescencia, dejó atrás al pollito de plumón para
convertirse en un esbelto pajarillo que evitaba tener contacto con nosotros.
Entendí que había llegado el momento de que se fuese y comenzase su nueva vida.
Preparamos sus maletas en forma
de jaula y por primera vez aunque dentro de su cárcel de alambre, Eisenhower
pasó la noche al raso. Lo colocamos en el alfeizar de la ventana para que se
familiarizase con los ruidos. Así Eisenhower lo observaba todo atentamente,
ladeando la cabeza de vez en cuando, pero sin moverse de su posición de vigía.
Dos días más tarde abrimos su jaula extrayéndole el techo, pero sin obligar a salir al pájaro, dejándole marcar su propio ritmo. Pasaron unas horas en las que el pajarín seguía sin tenerlas todas consigo. Pasaron otras más y Eisenhower se había decidido a revolotear hasta el marco de la ventana. Un poco más tarde bajaba se aferraba a un tendedero. Y sería esa misma cuerda la que le serviría de trampolín para iniciar una nueva vida.
Dos días más tarde abrimos su jaula extrayéndole el techo, pero sin obligar a salir al pájaro, dejándole marcar su propio ritmo. Pasaron unas horas en las que el pajarín seguía sin tenerlas todas consigo. Pasaron otras más y Eisenhower se había decidido a revolotear hasta el marco de la ventana. Un poco más tarde bajaba se aferraba a un tendedero. Y sería esa misma cuerda la que le serviría de trampolín para iniciar una nueva vida.
Dejamos la jaula abierta y su comida
por si necesitaba refuerzos, pero lo cierto es que la última vez que acerté a
verlo saltaba desde el tendal a un mundo nuevo, volando como cualquier otro
pájaro y desapareciendo para siempre de mi ángulo de visión.