Capítulo 1: Acoger no es sinónimo de
Adoptar
Como
el tiempo pasa muy rápido, a la que te descuidas los años te caen encima por
decenas y junto con las arrugas vienen los períodos de reflexión. Hoy quería
hacer balance y dar con vosotros un repaso a las cosas que he aprendido y
desaprendido en estos últimos diez años como casa de acogida.
Como
no soy ni etóloga ni educadora, he ido por desgracia, avanzando o
retrocediendo, a base de prueba error. Mi primer acogimiento fue también mi
primer perro adoptado, se llamaba Scrappy, y he hablado infinidad de veces de
él en éste blog. Pido perdón si una vez más me repito…
Scrappy
llegó en una época de nuestra vida, en la que acabábamos de aterrizar
nuevamente en Asturias, de alquilar un piso y de estrenar un trabajo, todo en
uno. Llevábamos los últimos años dando tumbos de un lado para otro y esa
inestabilidad me había impedido compartir vida con un animal, por eso la
primera vez que oí hablar de ser “casa de acogida” me pareció la mejor idea del
mundo: con aquella opción podía volver a tener perro aunque no tuviese un lugar
fijo de residencia y de paso colaboraba en una protectora ¿se podía pedir más?
A
los pocos días de leer que se necesitaba una casa urgente, me presenté en la
puerta del albergue con una amiga en una calurosa tarde de agosto. Así, de una
forma un poco inconsciente y sin saber si quiera lo que firmaba, me hice casa
de acogida de aquel chuchillo ruinoso que había llegado a Poago tras un
atropello.
Supongo
que quise entrar por la puerta grande, pero la verdad es que yo no pensé en
prácticamente nada cuando me postulé como acogedora, yo solo quería volver a
vivir con un perro, había visto su foto y Scrappy era pequeño y viejo. Bien por
él, bien por mí. Nada más. Hasta entonces, yo había conocido perros de
distintos tipos, perros abandonados como Luna a la que habían dejado sus dueños
atados en la caseta vecina a nuestra casa. Perros regalados como Nuca, la perra
que sobrevivió a mi infancia y se crió conmigo. Camadas indeseadas como Brea,
que se cruzó en la vida de mi abuelo cuando nadie la esperaba y reinó en
nuestro hogar durante más de 16 años, pero nunca hasta ése momento, había
compartido tiempo con un animal con un historial de maltrato sobre el lomo.
Scrappy
era un perro de edad indefinida, del que se desentendió su dueño cuando lo
atropellaron. Él aterrizó en una jaula y poco después de que una radiografía
evidenciase el rastro de antiguas lesiones mal cicatrizadas, llegué yo y me lo
llevé a mi casa.
Ése
fue el primer contacto con una realidad desconocida para mi yo de entonces. Yo
jamás había estado con perros traumatizados. Yo conocía perros alegres, sin
educar, ladradores, más o menos cariñosos, más o menos obedientes, pero no
animales con la psique destrozada. Peque Scrapp, que no sabía qué coño querían
de él, se encerró en sí mismo y durante días buscó el rincón más oscuro y
lejano para olvidarse de nosotros. El perro, rehuía la presencia humana y
durante un tiempo, que lo reconozco, se me hizo largo, llegué a pensar que me
había equivocado. No tenía ni idea de cuánto tiempo tardaba el cerebro de un
perro en cambiar el chip. Sólo sabía que tenía un animal con heridas recientes
en el cuerpo y antiguas en el alma, que se meaba por casa y que no quería saber
nada de mí. Así empecé yo en el mundo del acogimiento y las primeras semanas me
sentí un poco fracasada, torpe e ingenua. El animal no era agresivo como yo
había temido en un primer momento (mirad la foto y decidme si no os da la risa
pensando en mis temores hacia su peligrosidad), pero mi nuevo compañero canino
estaba roto y yo no sabía cómo arreglarlo.
Hay
cosas de las que uno no se siente orgulloso de decir o pensar, pero están ahí y
existen. Cuando fui a la perrera a por Scrapp, yo pensaba en un chuchillo que
me vendría a saludar corriendo a la puerta, que sería dicharachero y alegre, como
todos los perros que conocí, pero que aquel pequeñín lo que me producía era
tristeza. Tristeza y ternura, rabia y pena, pero no me transmitía la dicha de
todos aquellos otros perros que yo había conocido hasta ese momento. Pensé que
la había jodido, pensé, ¿y ahora qué? pero gracias a dios Scrappy, como casi
todos los de su especie, lo único que necesitaba era tiempo para volver a
actuar como lo que era: un perro. En su caso, fueron un par de filetes los que
le hicieron aventurarse hasta la cocina. Se destapó entonces el pequeño fartón
que llevaba dentro y aunque nunca actuó como un perro “normal”, se convirtió en
una pequeña sombra peluda que me seguía a todos lados.
Scrappy
no ladraba, no movía el rabo, no se expresaba, solamente estaba ahí, y lo más parecido
a mostrar afecto, consistía en lamer compulsivamente lo mismo tu brazo que el
del sofá, por eso nunca acabé de comprender si nos quería a ambos por igual, o
si era una forma de pronunciarse a su manera disfuncional.
¿Qué
me enseñó Scrappy? Que los perros pueden tener traumas, pero son capaces de
sobreponerse a ellos. Aprendí que necesitan tiempo, que la ‘magia instantánea‘ no existe, que si tenía paciencia podía ver resultados y que ver recuperar a
un perro la fe en el ser humano era mucho más gratificante que tener un
recibimiento por todo lo alto cuando llegaba a casa. También comprendí que el
cariño no se medía en años y que podía querer a aquel chucho tanto como a los
que habían compartido conmigo décadas de existencia.
Lo
adopté. Rompí la primera regla de oro, del acogimiento: acoger no significa
adoptar, pero calculé mal los tiempos y formalicé su adopción tras unos meses,
temiendo que alguien pudiera interesarse en él (seguro que me lo iban a quitar
de las manos). Así que cuando pensaba que mi aventura acogedora había quedado
clausurada con lo que yo entendía era un final feliz, entonces, conocí a Nanda,
pero esto mejor os lo cuento la semana que viene ☺
Gracias
por leerme,
Un
abrazo