Capítulo 4: Los perros y los gatos tienen
necesidades distintas, lo sabes, pero ¿las conoces?
Pues
sí… En 2014, cuando ya llevaba seis años acogiendo perros, se me ocurrió la
genial idea de adoptar un gato. Yo había compartido casa con una colonia felina
y creía sinceramente que mi querida perra estaría más que dispuesta, encantada,
de compartir su tiempo y su espacio con un nuevo intruso.
Un
domingo tras haber visto a Luni, fingir ser una gata cariñosa en un vídeo nos
fuimos a Serín y la adoptamos. Así, sin más. Para comprobar la compatibilidad
de mi querida perra, entramos un día con ella en la gatera y como ni Nanda ni
la gata parecieron reaccionar, pensamos que aquello era pan-comido, firmamos un
nuevo contrato de adopción y aterrizamos en casa con aquel limiago felino.
Aunque
yo debería saberlo de antemano, las cosas en un principio no son mágicas y
cuando lo son, es que aún estamos tanteando el terreno y no nos hemos asentado
lo suficiente.
Al
llegar a casa, a Nanda le salió el Hannibal Lecter que llevaba dentro y como al
personaje de Hopkins le tuve que poner un bozal durante semanas para que no se
comiera a la gata. Una vez más, mi gata y mi perra, pusieron en evidencia mis
lagunas en etología canina y felina y estuvimos muy cerquita de tener que dar
marcha atrás y devolver a Luni a la gatera.
Mi
perra, había aprendido a compartir con las visitas comida, cama, tiempo e
incluso maletero, pero nunca había tenido que refrenar sus instintos de
cazadora. A la gata, por su parte, que como todos los de su especie se cree el
centro del universo, jamás se le pasó por la cabeza que la perra pudiera querer
devorarla, por lo que nunca respetó su espacio, ni guardó la distancias con
ella. Sé que hay gente que es capaz de enseñar o corregir conductas en un gato,
yo con los míos solo he podido rezar para que todo saliera bien, y esa ha sido
básicamente mi actitud con Luni. La gata es buena a su manera, pero no admite
réplica ni error. Obsesionada con la limpieza y el descanso, lo mismo le limpia
las orejas a la perra que la abofetea con la zarpa abierta si osa perturbar su
sueño o descoloca tan solo uno de sus pelos. Así las cosas, no tuvimos más
remedio que concentrar nuestros esfuerzos educacionales en someter los
instintos asesinos de Nanda y milagrosamente la perra cedió.
Nos
llevó algo de tiempo, pero un día, de repente ya pasada la novedad y asumida su
presencia, la perra ignoró totalmente a la gata. Ahora, cinco años después, no
se llevan bien, jamás lo han hecho, sé que no van a protagonizar ninguna foto
de calendario, pero se toleran y es muchísimo más de lo que nunca creí que
fueran capaces de hacer.
La
gata se adueñó del sofá y de nuestra vida. Curiosamente una vez asentada, Luni,
que se pasó los primeros meses persiguiéndonos por toda la casa exigiendo no
quedarse sola, empezó a marcar sus propios tiempos y desde entonces hasta ahora
nos ha impuesto sus normas. Así como Moisés tenía sus tablas, nosotros tenemos
nuestros propios mandamientos dictados en persona por nuestra divinidad felina.
Básicamente son dos: Nunca le lleves la contraria al gato y Adorarás a tu gata
por encima de todas las cosas,
Así,
su majestad felina fue imponiendo su monarquía absolutista y yo me di cuenta de
que los gatos se parecían más bien poco a los perros, que mientras que los
perros eran como un niño de cinco años dependientes afectivos, constantemente
dispuestos a recibir amor y en continuo contacto con sus “tutores legales”, los
gatos, eran más bien como ese hijo adolescente que tan pronto no quiere saber
nada de sus padres como exige su atención y pasar tiempo con ellos.
Lo
que también comprendí entonces, es que los animales necesitan tiempo para
conocerse entre ellos y convivir. Adoptar a Luni supuso no poder continuar con
el acogimiento temporal de cánidos, dado que solo generaría un estrés y un
riesgo innecesarios, así que durante un tiempo nos limitamos a ser padrinos
“paseadores” con perros y decidimos postularnos como “casa de acogida felina”
La
semana que viene os desgrano si tuvimos o no éxito… Vosotros ¿Qué creéis? ☺