Acabo de ver el vídeo homenaje de
Erla y menudo mazazo emocional. Es algo absurdo ¿cómo puede uno llorar por un
animal al que ni siquiera conocía? Pero la he visto y he sentido su tristeza.
Ella, una perra mestiza más, podría ser un símbolo, una representante de todos
aquellos infelices que pasan su vida tras los barrotes. De los invisibles, los
que no tienen más culpa que haber nacido en el momento equivocado, en un lugar
erróneo.
Justo antes de visualizar el
vídeo, hace cinco minutos cuando estaba aún en la calle disfrutando de mi pausa
del café, ha pasado a mi lado una niña paseando un cachorrín. El cachorro, como
la rapacina, correteaba alegre y despreocupado,
haciendo fiestas a todo el que se tropezaba, descubriendo un tesoro en
cada hoja o cada papel que se encontraba en la acera. Y ese cachorro feliz, ha
sido el primer pensamiento que ha cruzado mi cerebelo al ver a Erla de
cachorrona, con el comedero en la boca, jugando incauta, ignorante de su
destino. ¿Qué diferencia hay entre el afortunado cachorro de hoy, y el animal
que Erla fue ayer? Ninguna, solo una mala mano de cartas.
Los cachorros, como los niños,
son iguales al nacer. No son conscientes de su desgracia o su fortuna, hasta
que poco a poco el mundo se va dibujando con otros contornos ante sus ojos. En
esto, al menos los perros llevan ventaja, no son capaces de intuir la existencia
que podrían haber llevado de haber nacido en otra parte, en otro momento. Es
injusto, porque la vida es así, un inabarcable vacío para los que tienen que
observar desde la barrera como otros, igual de inocentes que ellos, pueden aspirar
al todo.
Que dolor de vidas, de animales
invisibles, desconocidos, desapercibidos. Animales maravillosos, perros
increíbles que se pudren tras la verja sin que nadie se digne a darles una
oportunidad. Negándoles no solo otra vida sino también la existencia, porque si
no lo veo no existe, y efectivamente dejan de existir.
Perros discretos, medianos y grandes
en su mayoría, pasando un año tras otro olvidados de la vida y del destino.
Doce años, trece, encarcelados. ¿Su delito? Que su madre no fue esterilizada a
su debido tiempo. Camadas enteras, indeseadas, olvidadas en una caja de cartón a
la puerta de una perrera. Que otro se coma el marrón.
Un indeseable que llega y los tira
a un contenedor; Más animal el de dos patas que el que llora indefenso en la
caja.
Otro irresponsable que piensa que
una protectora puede hacer milagros y deshacer el entuerto que él solo formó.
Que otro asuma la responsabilidad.
Algunas pocas descuidos, otros
abandonos sin corazón, la mayoría estupideces hechas sin pensarlo.
Pobre y dulce Erla, cuanto me
alegra saber que al final de tus días, alguien se enamoró de ti, y te abrió su
corazón, para que supieras lo que tanto intuías, que había un hogar también
para ti. Que tenías un sitio en esta vida, que eras de algún lugar y no de esa
tierra de nadie en la que habías vivido hasta entonces.
Mientras escribo, desde este
estado de enajenación emocional en el que me encuentro, pienso, ojalá Arashi, Astur, Blanqui, Canela, Carolina,
Compi, Delco, Don, Frido, Guere, Libo, Misae, Morito, Oso, Paca, Ralph, Silvestre, Tata, Chaval, Risto, Troll, Xena, Brian, Bertona, Nela, Fer, Risti, Tango y Matías, tengan tanta suerte como tú.
Y entonces me detengo y
reflexiono: a veces tengo mentalidad de probe hasta pa´ pedir. Debería
desearles muchos años de felicidad, los que les debe el destino, pero soy
realista y sé que no puedo dar para atrás en el tiempo, hacerles retroceder, y
cambiar la baraja para que aterricen entre algodones en la vida que jamás
soñaron. Pero sí puedo seguir confiando
en que todos ellos, como Erla, disfruten al menos por una vez, de lo que es
sentirse queridos.
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