En los años ochenta se hizo famosa una
formación musical denominada la Década Prodigiosa. Tranquilos, yo no voy a arrancarme por soleás mucho menos
ponerme a cantaros popurrís de canciones sin ton ni son, solo quiero tomarles
prestado el nombre porque este verano hizo diez años, que me metí en esto. Es
decir hace diez años que estoy vinculada al voluntariado/la adopción de Amigos
del Perro.
Madre mía diez años ya, cuando puedes
empezar a contar los años por decenas, es tiempo de hacer balance y mirar
atrás. Pues sí, sabed que el 5 de
Agosto, hace o hizo diez años de mi primera implicación real con los animales
abandonados.
Hace diez años que adoptamos a Scrappy,
mi pequeño perro piloto. No querría
daros mucho el coñazo rememorando su presencia, pero necesito recordarlo,
porque aunque diez años dan para mucho, a mí me sigue pareciendo increíble la
cantidad de cosas y sobre todo de animales que han pasado desde entonces por
nuestras vidas… Intento rehacer la secuencia, identificar el mecanismo del
engranaje por el cual hemos llegado hasta aquí y creo que está relacionado con
la desinhibición. El abandono de miedos y prejuicios es lo que nos ha traído
hasta dónde estamos y lo que me impulsa a continuar para intentar ayudar a
otros a derribar ciertos prejuicios mentales o morales. Suena pretencioso, pero
no pretende serlo, en realidad, querría que esto se asemejase más a una
confesión que a un tratado de buenas prácticas… Veremos que sale:
Empiezo por la versión corta: allá por
2008 yo llamé un día por teléfono, fui a buscar a Scrappy y así hasta hoy. La
versión larga os va a robar un poco más de tiempo ☺ Scrappy tenía ya muchos
años a sus espaldas cuando Javi y yo lo adoptamos, muchos años, muchos golpes,
muchas fracturas mal soldadas tanto en el cuerpo como en la psique, y todo ello
nos ayudó a completar sin pretenderlo, un máster en adopciones y psicología
canina. Las cosas como son, cuando yo llamé por teléfono porque había visto su
foto en un blog, no sabía nada de eso, solo sabía que era pequeño y adulto,
pero poco más. Desconocía totalmente que lo hubieran atropellado o que llevase
tantos palos encima del cuerpo como del alma. Recuerdo que una vez realizada la
llamada de teléfono, sentí una especie de vértigo. La voz que me atendió me
había dicho lo del atropello, pero que “el grado de evolución y mejoría estando
en una casa era mucho mayor que quedándose en una jaula”. Recuerdo que cuando colgué
pensé para mí, ¿pero qué es lo que me van a dar? y me entró el pánico. Ése que
uno siempre siente ante lo desconocido. Mientras debatíamos esa noche sobre si
era mejor lanzarnos a la piscina (aunque no supiésemos si tenía agua) o
sencillamente recular, una de las dudas que nos planeaba era: ¿y si nos muerde?
Ahora cuando lo pienso me entra la risa, no solo por la ingenuidad con la que
realmente llegamos a plantearnos que en una protectora pudiesen enjaretarnos un
animal sin sabernos los dueños adecuados para él, sino también porque
conociendo a mi pequeño y pobre Peque-Scrapp, no veo como nunca nadie, ni
siquiera yo y aunque no lo conociese aún, fuese capaz de concebir que aquel
animal pudiera ser agresivo.
Pero lo cierto es que yo lo pensé, me
imaginé a mí misma encerrada en una habitación mientras un pequeño monstruito
campaba a sus anchas por mi casa… Es totalmente absurdo, pero eso era lo que me
imaginaba. Dudábamos. Era un perro al fin y al cabo que no conocíamos de nada y
supongo que la advertencia infantil de “nunca toques un perro al que no
conoces” empezaba a surtir efecto veinte años después. Me planteé batirme en
franca retirada, pero entonces un segundo pensamiento martilleó mi cerebro al
planteármelo: no acogerlo, era volver a dejar a ese animal en la estacada.
Inconscientemente me sentía una “abandonadora” por echarme atrás. Así que al
día siguiente y sin pensar mucho lo que hacía me fui con una amiga a recoger a
Scrappy a Gijón. Mi pequeñín tenía la psique totalmente destrozada, había sido
atropellado mucho antes que por aquel último coche. Alguien había arrollado su
personalidad hasta anularlo y cuando por fin entró en casa, más que el agresivo
animal que yo me había imaginado, me encontré con un perro que rehusaba
cualquier contacto humano. Un animal que se escondía en el rincón más recóndito
y oscuro, evitando cualquier reacción. Y yo lo cogía y lo arrastraba fuera de
su cubil y el pobre infeliz se dejaba hacer sin tenerlas todas consigo. Esos
días, los primeros no reaccionaba ni siquiera a la comida, y eso pensando en
cómo después fue su relación con ella me da una idea de la medida del miedo que
sentía. Tres días después de verse en su nuevo presidio, Scrappy tuvo dos
estímulos que fueron superior a sus fuerzas, el primero fueron unos jerbos que
por entonces compartían su vida con Javi y conmigo. La presencia de los
roedores sacó al terrier que llevaba dentro y que nunca quiso dejar atrás. El
segundo fueron unos filetes friéndose en la cocina, ese olor fue demasiado para
sus pituitarias y por primera vez se atrevió a cruzar el pasillo y adentrarse
en la cocina. Nunca jamás dejó de comer ni de presentarse fielmente en aquel
espacio mágico del que salían los manjares que se llevaba a la boca. Poco a
poco, Scrapp, fue saliendo de su mutismo, pero nunca fue un perro “normal”.
Nunca fue especialmente sociable, pero desde el momento en el que entendió que
su pesadilla había finalizado jamás se separó de mi lado. Se convirtió en mi
sombra peluda. Una sombra terca y empecinada, a la que le parecía un agravio
que alguien intentase ponerle una correa. Un anciano que aún tenía sus armas de
resistencia pasivo agresiva como mearse en la bañera cuando hacíamos amago de
bañarlo. Un pequeño ladronzuelo que aprendió rápido a robarme los paquetes de
embutido y darse su pequeño y privado festín.
Nunca tuve que llamarlo, íbamos por la
calle y si yo caminaba él lo hacía, si me paraba él se detenía automáticamente
tras de mí. Ignoraba a los perros y a los humanos a no ser que estuviesen
sentados en una terraza y tuviesen algo que ofrecerle. Se indignaba si lo que
le daban era un trozo de pan. Jamás movió el rabo. Nunca supe si estaba
contento o disgustado. Solo si lo cogía y lo echaba conmigo en el sofá, lamía
sin parar tanto mi brazo como el del sillón, pero no fue capaz de expresarse
más allá. Sé que me quería, porque yo lo quise y porque con su fidelidad ciega
y absoluta se hubiera tirado por un precipicio detrás de mí.
Scrappy me enseñó que la capacidad de
los perros para amar jamás envejece, y que nunca bajo ningún concepto debía de
dejar que los prejuicios de mi especie me impidieran ver las cualidades de la
suya.
Estoy aquí, porque un día hace más de
diez años, un pequeño y viejo mestizo, me hizo entender que los perros son
perros toda su vida. Se murió un día antes de Nochebuena, en 2011, apenas tres
años después de haber aterrizado en mi vida, de haber puesto mis ideas patas
arriba y de haberme dejado huérfana con su ausencia. Aún lo echo de menos.