La primera perra que tuve se llamaba Brea. Breína, porque era
negra como el alquitrán, como la brea. Mi madre y yo queríamos llamarla Pepa o
Lola, pero mi padre se negó. Nunca nos quitamos de la cabeza, que mi padre al
ser José, no quería ir con una mini-Josefa de cuatro patas por la vida aunque a
él nunca nadie lo llamase Pepe. Así que la bautizamos como Brea. La Brea era
una ratonerina de apenas 4 kilos de peso, aunque en sus buenos tiempos cuando
la cebábamos como para la matanza llegó a alcanzar los 6.
Era pizpireta como
todos los perrillos sin raza, contrahecha, con una barriga redonda y unas
patucas de alambre. Muy chata de pequeña, aunque luego aquel focico respingó
para fuera y con dos orejas como toldos, que dirigía como si fuesen radares o
antenas parabólicas. Era una perra lista, como una ardilla. Fue mi primera
perra, la primera que era únicamente mía. Adoraba a ese animal. Mi abuelo
me la trajo un día sabe dios de donde, y
cuando él se fue para siempre dos años más tarde, solo me quedó la perra. Fue
su herencia para mí, aquella perrina negra, a la que mi madre con cariño
llamaba “cucaracha”o “sabandija”.
Yo siempre había querido un perro, pero mi
madre se negaba porque todo el mundo sabe las responsabilidades que conllevan,
y yo era demasiado pequeña para poder hacerme cargo de ella. Por eso no
teníamos perro. Cuando con 15 años, apareció la Brea en nuestras vidas, mi
madre al principio se negó, pero poco. El argumento que mi padre utilizó para
convencerla tampoco es que fuera muy sólido: mira, lo pequeña que es, si esta
no nos va a dar trabajo. Así que la Breína se vino aquella noche para casa. No
pude dormir de la emoción. Mi madre no quería que el perro durmiese en las
camas, así que al principio intentó que durmiese en la cocina.
Yo aquel día, me
levanté a las 5 de la mañana para estar con ella. No me gusta madrugar, y no he
madrugado más a gusto en la vida. Tenía que irme al instituto, pero por fin
tenía un perro. Me había pasado tantos años pidiéndolo, para Reyes: - Mamá da
igual, lo que tú digas me lo van a traer los Reyes. Para la comunión: solo
quiero un perro, para mi cumpleaños, cada vez que nos tropezábamos una tienda,
un cachorro, una oportunidad por nimia que fuese de conseguir un chucho. Ahora
me desquito J
Mamá, me creaste un trauma, por eso ahora no me sirve
con el que tengo. Es broma, no tengo ningún trauma, siempre me han gustado,
siempre los he querido y aunque mi madre tenía la tonta esperanza de que fuese
una “lloria” pasajera, no fue así. Tenía quince años, cuando por fin tuve
perro. La perra estuvo con nosotros 16. Y en todo este tiempo la malcriamos
como a ninguno. Fue mi “perro piloto” con ella aprendí todas las cosas que no
se deben hacer con un perro: darle comida mientras comes, cogerla en cuello
cuando se pelea con otro perro, no reñirla cuando ladra, y un largo etc.
Pero
también me enseñó muchas cosas, me enseñó lo que significaba la palabra lealtad
y todo el inmenso amor que cabe en un cuerpecito tan pequeño. Atesoro todos
esos recuerdos que tiene uno cuando comparte la vida con un perro, esas
ocurrencias que tienen como de niño pequeño que te hacen sonreír o reírte a
carcajadas según el caso. Esas audacias que te hacen asombrarte de una
inteligencia infravalorada, y todos esos detalles tiernos, que hacen que te
pongas tonto y se te resbale una lagrimilla cuando piensas en ella.
Recuerdo
muchas cosas claro está, pero especialmente sus maldades. Recuerdo lo vengativa
que era, como se subía a la cama de mi abuelo para hacer sus necesidades
después de que éste la hubiese castigado, como lloraba desconsoladamente cuando
la dejábamos con mi abuela, porque consideraba que ésta no la achuchaba lo
suficiente. Los celos de mi pobre abuela cuando decía con sorna que la
queríamos más que a ella. Me acuerdo de cómo la jodía cada vez que había pollo
en la basura o similar, muy sibilinamente, con premeditación alevosía y sobre
todo nocturnidad, se levantaba de la cama a eso de las dos de la mañana
asegurándose que todos estábamos durmiendo para darse un festín.
Rompió muchas cosas
de cachorra, siendo del tamaño de una rata de alcantarilla destrozó todos los
muñecos que encontró a su paso. Y como era enana, se metía por debajo de
muebles en los que de adulta ya no cabía, y los mordisqueaba. Me acuerdo de
cuando destrozó una aspiradora porque mi madre la castigó en la terraza, y la
vez que rompió los botones de una cazadora porque yo no la dejé entrar conmigo
en el baño mientras me duchaba. No le parecía nada justo quedarse en casa
cuando el resto nos íbamos, y se ponía la primera en la puerta dispuesta a
escaparse a la menor distracción.
Como quería ser la salsa de todos los platos,
lo pasaba muy mal cuando nos separábamos para ir a lugares distintos, quería ir
con todos al mismo tiempo y eso no se podía. Una vez a cuenta de esto, mis
padres la perdieron. Él pensó que estaba con ella, ella pensó que estaba con
él, y ninguno se preocupó de la perra hasta que se encontraron y cayeron en la
cuenta de que la perra no estaba con nadie. Así que el pobre animal se pasó dos
horas subiendo y bajando nueve pisos de escaleras cada vez que los oía, ahora
uno arriba ahora el otro en el portal. Y cuando por fin la encontraron semi
desfallecida por el esfuerzo lloraba de alegría la pobre.
También recuerdo como
la muy cabrona me delataba. Cuando yo empecé a salir de noche, la perra tenía
la teoría de que si se subía a mi cama, yo llegaría inmediatamente. Sabe dios
cómo hizo esa relación de ideas, pero siempre que yo salía ella se subía a
esperarme pacientemente en la cama. Cuando salía de noche llegando una hora que
el animal ya consideraba imprudente iba sin dudarlo a despertar a mi madre para
que supiera que yo aún no estaba en casa. La teoría de mi madre siempre fue que
hasta la perra sabía que esas no eran horas de andar por ahí. También era simpática
la jodía. Nos reímos mucho cuando mi padre en el pueblo decidió que la mejor
forma de mantener la huerta era comprando ocas. Y la perra se moría de celos por
aquellos patinos, pero como no se atrevía a morderlos porque sabía que las
hubiera llevado como pal zorro, se limitaba a embestirlos. En algún momento
descubrió que aquellos seres con plumas no tenían estabilidad, y que si los
empujaba caían patas arriba, así que lo que hacía continuamente. Los patos se
estresaban y huían de ella incluso cuando ya de adultos la triplicaban en
tamaño.
Le encantaba dormir. Como a mí. Y no se mojaba las patas ni
por todo el oro del mundo. Madrugar le parecía algo de otro planeta y como mi
madre le enseñó a base de mucha insistencia y alguna que otra morrada a mear en
un periódico si tenía mucha necesidad de hacerlo en casa, la perra quiso
entender que era necesario que ella dejase su marca y mease en todos y cada uno
de los papeles que se encontrase en su camino. Por lo que se pasó toda la vida
meando bolsas de gusanitos, tiques de aparcamiento, folletos publicitarios y un
sinfín de papelajos que nos fuimos encontrando a lo largo de sus dieciséis
años.
Era una perrina encantadora. La quisimos mucho. Nos hizo felices a todos.
La echamos de menos. Mis padres todavía guardan luto por ella y la recuerdan de
forma continua, cualquier perro se parece a Brea, aunque todos son peores. Como
le dijo mi padre a la perra en una ocasión: Aquella será más guapa, pero tú
eres mucho más lista. Vaya sí lo era. La perrina está enterrada hoy en la finca
de mi padre, debajo de un olivo. Aunque haya mucha gente que no lo entienda y
yo personalmente no lo comparta, eso les transmite paz de alguna forma. Ver el
árbol crecer, hace que de algún modo la perra no se haya ido, y los sigue acompañando.
Rata sabihonda, te hayas o no reencarnado en árbol, te seguimos queriendo, ¡que
lo sepas!