Paco y Kika vinieron en
pack, como los yogures, como los donuts. Eran dos cachorrones que llegaron a
Pajomal a finales del 2011, dos mestizos de mastín, y en el caso de Paco,
teóricamente también de bóxer. Eran tan monos. Hacía tanto tiempo que no había
un cachorro en mi casa que no recordaba cómo eran ni lo bien que olían. Tampoco
que son capaces de destrozar una casa entera en media hora.
Me da la risa al
recordarlos galopar por el pasillo de mi casa. Estoy segura de que mi vecina de
abajo no tiene el mismo recuerdo. Paco y Kika, eran adorables, como son todos
los perros a esa edad. Eran tan felices, estuvieran donde estuvieran que eran
casi envidiables. Paco era tan torpe con aquellas patas descomunales para su
tamaño, que se cansaba en seguida porque tropezaba continuamente consigo mismo,
y era tan cariñoso, tan mimosón que estoy segura de que es un perro estupendo
allá en Bélgica. Paco prefería los mimos a jugar. No había conocido hasta ese
momento ningún cachorro que prefiriese las caricias de un humano a los juegos
con otro perro.
Normalmente los enanos hacen al revés, el humano es el segundo
plato, porque donde haya un perro… Pero para Paco no. No podías pararte durante
el paseo porque aprovechaba cualquier descuido para subirse a tu cuello, y
tenía tres meses y ya no entraba en tu regazo, pero Paco no era capaz de
entender eso, era un gigante mullidito y cariñosón que no desperdiciaba una
oportunidad de ser acariciado. Y luego estaba Kika. Kika era lista como una
ardilla, pero era incansable la jodía. Podías estar todo el día con ella por la
calle, que en cinco minutos cargaba las pilas y volvía al ataque.
Era cariñosa
y destrozona, como todos los cachorros, pero con una inteligencia innata que le
permitía entender a la primera otros idiomas, como la voz de “siéntate” si el
pago era un trozo de salchicha. Me volví loca con ellos, intenté en vano,
encontrarles novia a esos dos grandullones entre mis amistades, pero todo el
mundo temía su tamaño. Está claro que no soy una gran vendedora, pero yo los
veía perfectos, con sus enormes patas de amastinados, sus carinas de mestizos,
eran tan lindos. Tan suaves, tan cariñosos, tan trastos y tan locos, que los
encerré diez minutos en la cocina mientras iba al baño y ellos solos se
encargaron de desperdigar y probar todas las especias. Estuve barriendo perejil
y eneldo durante meses.
Para su suerte y mi
desgracia, solo pude disfrutar de ellos durante tres ocasiones, porque los
adoptaron a ambos. Me habría hecho ilusión que se hubiesen ido juntos, porque
yo los había conocido así, jugando en el box, corriendo por mi casa,
enredándose con la correa en mi coche, mordiéndose, destrozándome un sofá…
juntos siempre, pero aunque en su realidad, ambos son felices, cada uno en su
casa, en mi imaginario, continúan juntos porque mi recuerdo está unido a ambos.