Tengo un ahijado estupendo, no sé
si os lo había dicho ya, porque tanto gato de por medio, le ha robado
protagonismo a esta fierecilla que nos ha robado el corazón.
El pasado lunes con un calor con
el que incluso las incombustibles palomas, preferían la sombra de los árboles a
picotear entre las terrazas, pasamos el día con Cuchi en Langreo. Y cada vez
que paso un día con él pienso lo mismo, ¿estamos seguros de que este animal es
un senior de más de 10 años? No seré yo quien contradiga los conocimientos de
un veterinario, pero creedme, es un abuelo imparable.
A Cuchi, le encanta trotar acera
adelante, no importa hacia donde, pero husmear, conocer, marcar y en su caso
tropezar… Creo que ya os lo dijimos Cuchi es ciego, pero ciego como un topillo
al que sacaras de repente a la luz del medio día. No obstante, él no parece
haberse dado cuenta todavía y se empeña en ir el primero abriendo paso,
llevándose por delante todo lo que se le ponga en el camino.
Sabes que es ciego cuando lo ves colisionar,
eso está claro, pero también por su forma de reaccionar, cuando en una terraza
al traer el pincho el camarero. Su fino olfato de ratonero detecta algo
comestible en el ambiente y comienza a olfatear al aire, como un sabueso siguiendo
una presa. En esos momentos Cuchi, se pone como una moto, se sienta, olfatea,
te ladra, a ti o al de la mesa de al lado, olfatea de nuevo, se levanta y
vuelve a ladrar, porque sabe que tú estás ahí aunque no te vea, y lo que es más
importante, sabe perfectamente que hay un trozo de tortilla, o de jamón, o de
ensaladilla rusa, en algún lugar indeterminado a menos de un metro de distancia…
Cuchi, es un ratonerillo simpático y alegre, inquieto y cariñoso al que le
encanta salir de paseo, pero al que no le gusta detenerse más que para
repostar. No aguanta el puñetero, más de diez minutos parado en el mismo lugar.
Soporta interrumpir su marcha, lo justo justito para zamparse el pincho que le
alcancen, pero en seguida empezará a reclamar atención ladrando. Entonces
tienes que acariciarlo, darle algo de comer o levantarte, porque no serás capaz
de contenerlo mucho más. Cuchi sabe que el tiempo que pasa fuera del albergue,
está cronometrado, y no está dispuesto a desaprovecharlo.
Tiene nuestro Rompetechos, un ladrido
agudo, como todos los perros pequeños, y se sienta frente a ti, mueve el rabo
incansable y ladra. A veces no te enfoca bien, y le ladra a un vecino de
terraza, aunque en cuanto oye la voz que lo corrige, se redirige, te enfoca y
ahora sí, sabe a quién le tiene que ladrar. Un ladrido, solo uno, reclamando la
atención.
—Vámonos, dice. —No ladre Agüelo,
le reprocho con voz fuerte para recriminarlo, y entonces se acerca y arquea el
lomo, —Te encontré, parece decir, mientras se aproxima para que lo acaricies
haciéndole cosquillas en la parte del lomo donde empieza la cola. Se retuerce
entonces como una lagartija encantado de que lo mimen. Pero no puedes levantar
la mano, si no quieres que la guindilla comience otra vez.
A veces, por un breve instante se
resigna, y se echa, pero el suspiro apenas dura lo que tarda una cámara en
disparar una foto, si te mueves en seguida se despereza, listo para continuar
la marcha. Me hacen gracia, lo reconozco, su descaro y su nerviosismo, así que
me dejo llevar por sus deseos,- Hala vamos, le digo, y esa orden sí que la
entendemos a la primera, se despereza, mueve inquieto, el rabo y las patucas
sobre el pavimento, ensayando la marcha atlética a la que nos va a hacer otra
vez cruzar La Felguera, con sus 28º C a la sombra, en este día de septiembre, en
que Cuchi ha decidido que aún no ha marcado suficientes veces todos los
árboles, papeleras y farolas que nos hemos encontrado en el camino.
Me sonrío, mientras lo veo
caminar, con su trotecillo y cochinero, incansable siempre hacia adelante,
totalmente ajeno a su ceguera y a su edad. Lo llamo con tres palmadas, como en
el albergue, y se lo piensa el jodío, ahí hay un jardincillo que no tiene
todavía su marca de propiedad. Se acerca a regañadientes con la tonta esperanza
de que haya algún rico bocado para zampar. No lo hay, pero bueno, a las
caricias tampoco le hacemos ascos, un par de palmaditas y vuelta al arbusto, no
se vaya éste a pensar que se va a quedar sin el marcaje.
Y sigue de frente, cabeza al
aire, venteando, pegando a veces la trufa al suelo, chocando contra bordillos
que no atina a ver, pero el rabo siempre enhiesto, oscilante, alegre al fin. Y
me paro a pensarlo mientras intento seguirle el ritmo a un ratonerillo ciego de
más de diez años: hacía varios apadrinamientos, que no me “tocaba” un perro
alegre, un animal feliz pese a todos sus contras. Y ése es Cuchi, un perro
simpático, pequeño, cariñoso, sociable, tragón, también ciego y mayor, pero
sobre todo alegre. ¿Nos ayudas a derribar las fronteras para completar su
felicidad?