Hace ya más de quince días, que Amigos del Perro dejó las llaves de Pajomal, quince días que no pueden compararse con el cuarto de siglo que dejamos allá atrás. He tardado quince días en redactar este escrito, y tardaría más si tuviese que esperar a tener totalmente asumida la despedida. Es indudable que los adioses duelen, por eso indefectiblemente nuestro subconsciente suele decantarse por los Hasta Luegos… No negaré, que durante el primer trimestre de este año, el de la incertidumbre, me aferré como un clavo ardiendo a la idea de que “in extremis” como en las películas malas, se hallaría una solución al conflicto que nos dejaría a todos un extraño recuerdo pesadillesco… No fue así. Cuando me desperté el pasado 1 de abril, la realidad se impuso a los malos sueños y Pajomal comenzaba una nueva etapa sin nosotros.
No estoy aquí, para juzgar las decisiones, ni siquiera para profundizar en los continuos desencuentros que han recogido prensa y redes sociales.
Sinceramente me importa un carajo. Estoy aquí, para compartir lo que, desde mi humilde e ignorante posición de voluntaria, he sentido cuando se ha roto ese amarre.
Este mes de julio, se cumplirían nueve años desde la primera vez que me acerqué a Langreo como voluntaria. Y como en tantas otras situaciones que forman parte de la rutina, el paso de los años hizo que mi cerebro asumiese que esto iba a ser así para siempre. Formaba parte de mí, de mis costumbres, y romper de repente con esa cotidianeidad se me hace extraño y absurdamente dramático. Como en cualquier ruptura, amorosa, laboral, de amistad, mi cerebro inevitablemente me acerca a esos extremos de “drama queen”, donde casi todas las frases empiezan con el “nunca más” como el cuervo de Poe…
Me es raro, porque estaba habituada a dejarme caer de vez en cuando por Pajomal, coger un chucho, hacerle unas fotos, y pasarme el día de bar en bar. Me gustaba tener una excusa para acercarme a Langreo y retomar el contacto con el pueblo de mis abuelos.
No pudo ser… Fueron ocho años magníficos, los que tuve la suerte de compartir, con tantos otros voluntarios y trabajadores. Momentos duros, finales felices, cabreos monumentales, despedidas agridulces, tardes desesperanzadas y sobre todo bichos de todos los tipos, tamaños y colores. Todo tuvo cabida en ese tiempo. De ahí que me duela tanto escribir esta carta. No quiero ni imaginarme lo que tuvo que costarle al último “apagar la luz”.
Por eso quise tomarle prestada esta imagen al Comercio, en la que se ve a Vero, resumiendo el sentimiento que llevo toda una página intentando describir…
No es el fin del mundo. Lo superaremos, los trabajadores encontrarán nuevos empleos, los animales nuevos hogares, y los voluntarios, nuevos retos en los que volcar nuestra esperanza. Quería cerrar este escrito, con la canción que me vino a la mente cuando me puse a redactar esto, con aquel Adiós con el corazón, que con el alma no puedo… Pero creo que empieza a ser necesario cambiar el chip, coger aire, y prepararse para un nuevo reto, como decía Escarlata O´ Hara en Lo que el viento se llevó, Al fin y al cabo, mañana será otro día…