Recuerdo el tiempo en que un perro con bozal era algo excepcional. Los perros estaban en la calle, en las tiendas, en las cafeterías y en el campo, formaban parte de la vida diaria. En el taller había un perro, que se daba unas vueltas por el barrio y luego volvía a su puesto; en la carpintería había gatos, muchos gatos grandes, de cabeza redonda y piel de terciopelo. Siempre había algún señor sentado en la cafetería leyendo el periódico con su perro tumbado bajo la mesa y en la librería-kiosko-tiendachuches del barrio te recibía un perro redondito y rizado como una oveja gris, muy aficionado a los niños y sus mimos.
Aún recuerdo a esos perros de mi infancia, al menos, a algunos. Y ninguno llevaba bozal, la mayoría ni correa, sólo un collar que le identificaba como miembro de la sociedad, parte de una familia, y una chapita redonda que no sé si era su nombre o la licencia municipal (sé que existieron, pero ignoro si en esa época aún eran necesarias).
Y hoy he visto una especie de bullterrier, un cruce, con menos cabeza de bala de lo que debería, el hocico largo pero más fino, y uno de esos bozales en forma de cono, de tela y con correas, en color gris, que siempre me recuerdan a Hannibal Lecter. Esos bozales que les dejan atados de boca y manos, porque para ellos, la boca es como nuestros dedos; esos bozales que no les permiten ni asomar la lengua...
Si los perros tienen que vivir entre nosotros atados y amordazados, ya no son parte de esta sociedad; hemos incumplido el contrato firmado hace miles de años, ese que dice que eres responsable de los que domesticas, porque más que domesticados, parecen animales salvajes a los que hay que encadenar para que no nos devoren. Y no lo son.
Algo estamos haciendo mal.
Kamparina