En mi pueblo hay una
casita que parece la de Blancanieves, rodeada de edificios más altos (no mucho
más, todo hay que decirlo). Esa casita, pudorosamente retirada de la acera y
rodeada por jardín con rosales y forsitias y un muro calado y encalado, tenía hasta
hace unos días su propio genio guardián. Kazán, un pastor alemán o cosa así, con
afición a acercarse a la puerta ladrando como un descosido, para sobresalto de
viandantes desprevenidos.
La dueña de Kazán, Lola,
es una mujer mayor. Bastante mayor, en realidad. Tiene hijos y nietos que no
viven en el pueblo, que a veces aparecen en su jardín. Aunque se describía como
"madre" de Kazán, con comillas y todo, su relación parecía más bien
de compañerismo. Kazán tenía en el pueblo amigos y enemigos: para unos un perro
peligroso y ruidoso, que intentaba atacar a todo el que pasaba por delante de
su jardín, para otros un perro buenísimo, siempre dispuesto a acercarse a la
reja a por unos mimos, o una galleta, una salchicha... un sándwich de queso.
Porque, en efecto, muchos vecinos le llevábamos golosinas (tenía especial
predilección por el queso y las salchichas, aunque no le hacía ascos a unas
galletas perrunas o unas lonchas de jamón de york). Kazán llevaba años siendo
parte de la vida social de este pueblo.
Y Kazán murió. De todo y
de nada... de viejo. Y hoy Lola me ha contado que, a pesar del dolor de la
pérdida y aunque aún no se ha hecho a la idea de que ya no está, es mejor que
sea así, porque estando los dos en la recta final, si hubiera faltado ella
antes, ¿qué habría sido de Kazán? Sus hijos no se lo iban a llevar viviendo en
pisos... Y ahora Lola está sola en su casita de cuento de hadas, sin Kazán, y
sin la posibilidad de otro compañero peludo que la acompañe y la proteja
porque, cuando ella falte, ¿qué sería de él?
Le he dicho que a Kazán no
le habría faltado acomodo. Kazán tenía un rincón en mi corazón y un paquete de
salchichas en mi nevera. Y entonces me he dado cuenta del problema: cada vez
vemos más perros como Kazán, que cuando sus dueños fallecen o necesitan
atención continuada, se ven en la calle o en una perrera porque la familia,
naturalmente, no se va a hacer cargo de ellos... ¿naturalmente?
Y quizás tendríamos que
pensar en cómo resolver este problema, porque en España no hay residencias que
admitan ancianos con sus animales (verdad es que sería sumamente complicado,
pero muchas cosas lo son, y se resuelven). Muchos ancianos se encuentran en la
misma situación que Lola, no pueden disfrutar de la compañía de un perro o un
gato que les acompañe en sus últimos años por miedo a lo que pasará cuando no
estén o no puedan valerse por sí mismos, y se ven así privados del único apoyo
que tienen.
Y tenemos que hacer algo
ya, porque, verás, tú y yo tenemos perro... y el tiempo vuela.