Hace unos meses saltó a la prensa regional una actuación
cuanto menos inconsciente del ayuntamiento de Gijón, que limpiando un solar cometió
una masacre a escala entre erizos y gatos residentes. Creo que voy a dejar para
otra ocasión mis comentarios acerca de esta actuación del consistorio, aunque
bien merecería detenernos un ratito a analizar por qué la concejalía en la que
se registran las colonias felinas es precisamente la misma que da orden de
realizar esa “limpieza”… Ejem…
Voy a relegar tan controvertido tema, aunque podríamos hablar
largo y tendido, para intentar centrarme en unos de los protagonistas
involuntarios de esta historia, los erizos.
La verdad es que pese a que soy una de esas taradas, bien o
mal denominadas “loca de los gatos”, he de reconocer que en mi fuero interno lo
que más me entristeció de la noticia, fue la muerte de parte de la familia de
erizos. Lo cierto es que siento entre debilidad y fascinación por esas pequeñas
bolas de púas. Me recuerdan a unos evolucionados triceratops y aunque imagino
que científicamente no tendrán nada que ver, no puedo evitar configurar una
relación intrínseca entre la coraza del extinto mastodonte y la armadura de
pinchos de los actuales erizos. Creo que es esta extraña relación de ideas la
que me hace sin querer evocar cierto misticismo en esos pequeños mamíferos. Sé
que no es así, que son bastante comunes, y que aunque yo atesore su visión como
si hubiera visualizado un unicornio, la mayor parte de la gente está cansada de
verlos. No es extraño tenerlos como vecinos y verlos tranquilamente cruzando
los jardines de chalets y adosados en entornos urbanos. El solar de Gijón es la
prueba irrefutable de esta cercanía, pero la verdad es que yo no tuve la suerte
de tropezármelos más que una vez y no fue sino este pasado verano.
Inciso: Me refiero a “en vivo y en directo” claro, estoy
cansada de verlos a diario, pero despachurrados en la autopista.
Sin embargo este año me los tropecé sin pretenderlo en la
huerta de mi padre. La verdad es que el mérito no fue mío, sino de la perra, a
la cual yo divisaba a lo lejos primero escarbar y luego intentar darle con la
pata a algo que a su vez le hacía retroceder. Lo primero que pensé es que la muy
insensata capaz sería de haber sacado una víbora de su agujero, pero para
nuestra sorpresa, lo que intentaba cazar la infeliz era un adormilado erizo,
que perezoso se hacía bola ante la impertinencia de mi perra. Salté como un
resorte a por la cámara (juro que he sido esclava de las fotos mucho antes de
que se impusiera la necesidad de dejar testimonio gráfico constantemente a cada
minuto de nuestros días) mientras Javi gritaba asombrado -hay otro, hay otro! y
yo corría como buena urbanita a dejar constancia de mi encuentro con la fauna
salvaje.
Me encantó verlos caminar pausadamente con su cuerpo rechoncho
cubierto de esas fosilizadas cerdas. Uno de ellos desapareció en el cobertizo
de herramientas antes de darme tiempo si quiera a disparar, pero el segundo más
holgazán, incapaz de despertar de su interrumpida siesta, no tuvo más remedio
que hacer de modelo improvisado. Curiosamente no se cerró sobre sí mismo y
olfateaba con su hociquillo respingón el trozo de empanada que aún colgaba de
mi mano, así que no resistí la tentación de hacerle llegar un pedazo de la
masa. Os puedo confirmar que los erizos comen empanada del Alimerka, por si
hubiese algún científico realizando un ensayo clínico en busca de un dato tan
relevante como éste ☺
También tengo que reconocer que no fui capaz de rehusar a
tocar sus púas, que me sorprendieron por no ser tan punzantes como esperaba,
sino más bien duras y elásticas. Y sí, si alguien lo está pensando, soy de esa
clase de idiotas que toca con su mano la plancha para comprobar que está caliente
y alcanza sus dedos hacia el cactus más cercano para cerciorarse de que pincha…
Un par de fotos y unas migas de empanada después, el erizo se
deslizó suavemente bajo la puerta de la misma caseta tras la que había
desaparecido su compañero. Pese a que lo he intentado varias veces no he vuelto
a verlos. Mi padre estuvo unos meses dejándoles algunas golosinas cerca del
lugar donde los habíamos visto (pienso de gato principalmente, que leímos en
internet, parece ser que les encanta) pero no volvieron a asomar el focico.
Pasada la euforia inicial, acabamos asumiendo que si en más de
30 años era la primera vez que habíamos tenido un encuentro, tranquilamente
podrían pasar otros cuantos decenios sin que volviéramos a coincidir. La visión
poco romántica de mi madre, haciéndonos saber que probablemente serían las
ratas las que agradeciesen nuestra invitación a cenar, acabó de convencernos de
que era mejor que nos olvidásemos de su presencia, así que también hemos dejado
de dejar algún tipo de alimento.
En el fondo, no puedo evitar mirar a ese rincón cuando entro
en la huerta, y solo temo encontrarme algún día de camino con un pequeño
cadáver que no tuvo tiempo de cruzar la carretera. Creo que lloraría como si
algo me hubiese desquebrajado por dentro.
Sí, lo sé, no es una gran historia, pero me encantan los
erizos. Entendedme, pertenezco a esa
generación que pasó su infancia merendando con Espinete ☺
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