No sé si en vuestra casa hay un
patio de luces, en la mía sí. La verdad es que salvo en contadas ocasiones,
siempre he vivido y dormido en uno de ellos. Los patios interiores tienen cosas
buenas. Yo tengo asociado a ellos determinadas percepciones que me transmiten
tranquilidad, el olor del detergente en las coladas, el de las comidas,
especialmente el del refrito, el runrún de alguna radio, el carismático sonido
del tenedor en el plato batiendo huevos… Todas ellas me reconfortan, despertarme
con su cotidianeidad me hace sentir segura en mi madriguera, ahora bien, todo
tiene su cara B. Los patios de vecinos te obligan a convivir en el mismo
espacio, y mientras hay sonidos agradables, también estás condenado a los
gritos en función del tipo o la tipa que te toque en la puerta de enfrente. A
veces, patio de luces es sinónimo de suciedad, porque siempre hay quien
incumpliendo las normas de la más elemental convivencia arroja por la ventana
todo tipo de mierdas e inmundicias. Vivir en un patio de luces, significa
perder intimidad y por supuesto que todos nos conozcamos no siempre es bueno.
Está el que convierte su ventana en una sucursal de la Stasi, y no dudará en
utilizar cualquier tipo de información en tu contra. El que vocea hasta para
pedir que le pasen el pan. El que se obsesiona con que dejas tendida la ropa
más tiempo del que debieras, el que fiscaliza todos y cada uno de los ruidos
que se generan en la escalera. E inevitablemente hay roces, porque lo único que
nos une es que por avatares del destino hemos acabado todos agrupados en el
mismo bloque. Por supuesto también hay relaciones de amistad o de simpatía que
se van forjando al paso de los años, pero hasta el mejor de los vínculos puede
tambalearse cuando uno tiene que enfrentarse a una reunión de vecinos, a la
presidencia de la comunidad o a las temidas derramas.
Una cosa así pasa en este mundo
del animalismo. A veces, cuando alguien del todo ajeno a la protección animal me
pregunta el motivo por el que tal o cual asociación no hacen migas entre ellas,
me encojo de hombros. En realidad, no dejan de ser relaciones humanas. Tras una
protectora no deja de haber personas con sus personalidades y sus caracteres
más o menos compatibles entre sí. Como en los patios de vecinos, en los que la gente
se ve unificada por el catastro, entre protectoras, lo único que las une es una
pasión desbordante por los animales, pero pretender que ese único hecho convierta
sus relaciones en idílicas es un absurdo. Como en los partidos de izquierda o
en las asociaciones de padres, se suele poner más el acento en el matiz que los
separa que en el objetivo que los une. No quiere decir esto, que como mucha
gente piensa, haya un trasfondo de interés económico oculto. Por desgracia, las
relaciones interpersonales suelen regirse más por roles de poder que por
intereses económicos propiamente dichos. Son los matices, los egos, y las
diferencias de opinión, lo que convierte las relaciones entre protectoras en
auténticos patios de vecinos.
Pretender que las asociaciones animalistas
sean distintas a otro tipo de agrupaciones es absurdo. Seguro que más de una
vez habéis formado parte de alguna asociación o grupo, o pandilla. Si vivís en
un piso, estáis dentro de una comunidad y sabréis a ciencia cierta que cuando
una única cosa te une: tener perro, hijo, un piso en propiedad, votar a tal o
cual partido, practicar algún deporte, ir a pintar, jugar al fútbol, cantar en
un coro, recolectar setas, o el tipo de agrupación que sea, colectivo no es
sinónimo de armonía.
Cuanto más se amplía el círculo,
más fácil es tener desencuentros. Os puedo asegurar que no me cae bien todo el
mundo que tiene perro por el simple hecho de tenerlo y el mundo de las
protectoras, no deja de ser una enorme agrupación de gente con muchos perros.
Al fin y al cabo, no dejamos de
formar parte del mismo patio de luces, con afinidades y desacuerdos,
encontronazos y entendimientos. Adoramos a los perros, pero seguimos siendo
humanos.
Un saludo a mis vecinos J