Cuando la deshonra juega
en casa
Leo en una web que la
vergüenza ajena produce en nosotros las mismas reacciones psíquicas y
neuronales que la vergüenza propia. Desde pequeños hemos aprehendido las
connotaciones culturales de este sentimiento por lo que hemos interiorizado lo
que nos causa (o debería causar) vergüenza y lo que no. Entendemos por
vergüenza el desagradable estado que una determinada situación nos produce y
que hace que nos sintamos separados o distintos de otras personas. La vergüenza
no es más que un modo de empatía. A la inversa, pero empatía al fin y al cabo.
Podemos sentir empatía hacia otra persona cuando sufre o cuando hace el
ridículo, y de una forma absurda, empatizamos con su vergüenza cuando hace algo
reprobable a nuestros ojos.
Y aquí viene el meollo de
la cuestión: Durante el año 2013 “solo”
en Gijón se recogieron en el depósito municipal 591 perros. Y ahí está otra vez
esa sensación de oprobio atenazándome la garganta.
188 de los mismos habían
sido extraviados y fueron recuperados por sus propietarios. Bien. Menudo susto.
Me alegro por ellos. ¿Pero qué ocurre con el resto? Más de 400 animales fueron
arrojados a la cuneta más cercana sin que nadie reparara en ellos ni se
molestase si quiera en posar la vista atrás.
Se me inflaman las
amígdalas de la rabia. Aún más si me paro a pensar que esos 403 (los tres restantes también cuentan También
eran animales que tenían una casa, un dueño, una familia. Esos tres perros
tendrían un nombre y un carácter y una vida…) son los que se registraron
oficialmente en el depósito municipal, pero en esa cifra no entran (a estas
alturas de la película ya no sé si decir gracias
a dios o por desgracia…) todos
aquellos a los que también desahuciaron y acabaron perdidos en medio de la nada
en montes o descampados. Los que fueron recogidos por algún alma caritativa que
los tropezó caminando desorientados o los que finalizaron abruptamente sus días
contra el guardabarros de un vehículo mientras seguían desesperados el coche
que acababa de arrojarlos de sus vidas.
Hay que tener cojones. O
no tenerlos. Ya no lo sé…
Cuando los números sangran
Las estadísticas también
duelen. El volumen de abandonos en Gijón cuya población es de 275.274
habitantes es demasiado alto. Según estos datos uno de cada 700 habitantes abandonó
un perro en esta ciudad. Y todo esto teniendo en cuenta que no cada uno de los
700 tiene perro. Que quizás la cifra de propietarios se reduzca a la mitad.
Pero no encuentro forma de consultar estos datos.
Hay sin embargo, otras
estadísticas calculadas por el INE para cada 700 habitantes. Cada 700 habitantes
se celebran 3 bodas, hay 5 nacimientos y se mueren 8 personas. Cada 700 habitantes
hay 4 médicos; 5,5 bares; 0,8 policías y 0,1 jueces… Tenemos diez veces más
abandonos que jueces y más perros abandonados que policías… Y todo esto sin
saber cuántos animales viven legalmente en Gijón, porque no hay un registro
público del número de animales residentes. Creo que casi prefiero no saberlo
porque algo me dice que el porcentaje de abandonos respecto al de perros
inscritos en el municipio puede ser muy elevado. Buscando este dato (el número
total de perros registrados en el concejo de Gijón) me tropiezo con otro tipo
de información de interés público:
Los particulares que no
puedan seguir atendiendo a su perro o gato, deberán entregarlo en el Centro de
Depósito, previo abono de las tasas correspondientes por la recogida del
animal. Al mismo tiempo que se realiza esta recogida, el propietario entregará
toda la documentación que sobre el animal posea. Todos los animales retirados
de los domicilios particulares deberán estar en aceptables condiciones de
salud, y ser aptos para poder cederlos en adopción.
“Precioso todo”. Y aquí
retomo con el oprobio, la vergüenza, la deshonra y la culpa. Leyendo el número
de sinvergüenzas que viven entre
nosotros, me preguntaba a mí misma si sería posible que algún tipo de
psicopatía les impidiese empatizar con el perro al que abandonan. Pero si no
les avergonzase, si la culpa no los reconcomiese por dentro irían todos a cara
descubierta a dejar por escrito en el Ayuntamiento que renuncian a seguir
siendo amados incondicionalmente por su
perro. Reconocerían que ya no quieren que su familia sea de 3,4 ó 5 miembros,
que a partir de ahora desean solo ser 4,3, ó 2. Irían sin importarles la cara
que pondría el funcionario cuando se acercasen correa en mano a darle la patada
al cachorrito de navidad o al fiel compañero ahora anciano. Lo dejarían allí
después de haber firmado un papel y no les afectaría el animal que los mira
extrañado, con sus ojos expectantes esperando recibir la orden de “vamos, ven”.
Pero no lo hacen. O no
suelen hacerlo. Se limitan a abrir la puerta del coche en una carretera
apartada. A acercarse sibilinamente a los albergues y dejarlos amarrados durante
la noche a la puerta de una jaula. Algunos tienen la sangre fría de intentar
arrancarles el chip que los identifica. Otros jamás en su vida se plantearon siquiera
identificarlos.
Tienen vergüenza. Algo. Un
poco. Un residuo. No se atreven a hacerlo cara a cara. No pueden mirar de
frente al funcionario o al trabajador de la perrera. No lo dicen en voz alta.
No reconocen en público haber cometido semejante atrocidad. No son capaces ni
de enfrentarse al animal que van a dejar tirado en la estacada.
Espero que por las noches
sueñen con unos ojos redondos fijos en su incomprensión. Que les atormenten los
aullidos lastimeros que hace tiempo se dejó de oír. Que al marchar el día, en
la quietud de la madrugada ese pensamiento fijo les cause insomnio. Que se pases
las noches en blanco con el remordimiento atenazándoles el alma en ese momento
del alba donde todas las cosas se hacen aún más grandes. Donde las cargas son
más pesadas y la culpa hace ensangrentarse los ojos.
Espero que en ese preciso
instante sientan todo el dolor de la vergüenza. La suya, la que perdieron por
el camino y la de todos los que aún sin conocer sus nombres les acusamos en
silencio.
Aún quedan cifras para la
esperanza
La otra cara de la moneda:
373 perros fueron adoptados en el albergue municipal de Gijón durante el año
2013. Aún hay un pequeño desequilibrio, pero entre todos superaremos esa
oscilación.
La vergüenza es social. A
través de la vergüenza se corrigen o condenan determinadas actitudes. La
culpabilización y el rechazo público pueden ser también formas de
concienciación.
Rechacemos de lleno el
abandono de animales. No lo abandones. No nos hagas sentir vergüenza.