Yo no sería la persona que
soy sin mis abuelos. No solo porque sin la confluencia de tiempo y espacio que los
hizo coincidir yo no existiría, sino porque a ellos les debo mi niñez.
Ley inexorable de la vida
y la muerte, hace que en mi balanza hoy, solo quede mi abuela paterna, encogida
y frágil, improvisada equilibrista, se tambalea a sus noventa y pico años,
luchando contra el tiempo, amenazando con dejarme huérfana de mi pasado y mi
infancia. Tengo que escribirle algo, un relato corto, unas palabras, poner en
papel su nombre, su historia y su memoria, la misma que hoy se evade como
bocanadas de humo por una ventana abierta, abandonándola a su suerte. Soy
consciente de la mortalidad, de la suya y la mía, pero me gustaría tanto
detener su reloj, hacer una pausa y conservarla siempre, probablemente ya no
como hoy, pero sí como hace una década, lozana y fresca, presumida y díscola.
Generosa, hermosa, fina analista y tan inteligente, como solo puede serlo una
abuela. Pero como entiendo no tendría sentido hacerlo aquí, hoy que me siento
golpeada por la nostalgia, me vais a permitir hacer una pequeña pausa y
vincular a mis abuelos con mi aprendizaje animal, porque la querencia también
se aprende y yo, la sensibilidad, la heredé de ellos.
Yo apenas conocí a mi
abuelo paterno, él murió cuando yo contaba cinco años, pero sus historias me
han acompañado siempre, vivas en la boca de su mujer y sus hijos. Apenas
atesoro un recuerdo, no sé si real o ficticio, de aquel hombre anciano y
sereno, que viendo como yo atormentaba a la pobre perra que por entonces vivía
con ellos, dedicaba su tiempo en enseñarme a acariciarla. Recuerdo apenas, la
luz difusa del rincón, junto a su butaca, y como pacientemente guiaba mi mano,
de la cabeza al lomo, indicándome como tenía que atusarla. A mi abuelo, le
gustaban mucho los perros. La perra a la que yo torturé (es una forma de
hablar) durante mi infancia, fue la Nuca, pero antes de ella, y antes de que yo
naciera, ellos tenían al Golfo. No conocí a Golfo, pero sus anécdotas me
llegaron, a través del vínculo que mi familia tejía para mí con aquel abuelo
fallecido al que no había tenido tiempo de conocer.
Mi abuelo, era un hombre
bueno (que voy a decir yo), educado, cuya posición social y económica se había
debilitado tras la guerra. Le sacaba casi veinte años a mi abuela, hijo de
indianos, había conocido tiempos mejores, incluso en París, donde estudió el
francés y los números que le darían de comer durante años. Contable de
profesión y caricaturista por devoción, fue un hombre tranquilo, al que le
gustaban los animales.
El Golfo, era uno de
aquellos mestizos a los que erróneamente llamaban perros lobo, por su
apariencia apastorada y sus colores pardos y grisáceos. Lo trajo mi padre desde
Madrid, de su primer empleo. Era una bola de cachorro que trajo en el bolsillo
de la americana y dejó sobre la mesa de la cocina en Gijón. Y Golfo, creció,
haciendo honor a su nombre, lanzando dentelladas a diestro y siniestro,
corriendo a su aire como perro sin amo, y regresando diariamente a su casa
cuando mi abuelo volvía de trabajar. Golfo tiene muchas anécdotas, con mi
abuelo como contrapunto, contadas como si fuesen dos humoristas, como Jack
Lemmon y Walter Matthau en la extraña pareja, así los representa mi memoria. La
que tengo grabada y quiero contaros, es una historia que siempre me gustó, la
contaba mi abuela, como quien relata un cuento y tuvo lugar en Gijón, en algún
momento de la década de los sesenta, cuando la ciudad aún no era tan ciudad, y
sus alrededores seguían recordando el pueblo que algún día había sido.
GOLFO |
A las afueras de Gijón,
había una zona llamada los Maizales, que por lo evocador de su nombre, deduzco
era zona de plantación de maíz. Allí solía llevar mi abuelo a pasear al Golfo.
Y el Golfo, como buen ídem, corría campo a través persiguiendo perras y gatos,
retornando agotado y lleno de barro a la vera de su amo. Sin embargo un día, el
perro no regresó. Mi abuelo vagó durante horas por el campo sin encontrarlo, y
regresó cabizbajo bien entrada la noche solo a casa. Con el remordimiento
atenazándole en el cerebro, regresaba cada día al atardecer a buscar al perro
que no aparecía, yendo cada vez más lejos, intuyendo donde podía haber ido a
parar el perro desorientado. Días más tarde, tropezó con una mujer que vivía en
la zona y le preguntó si por casualidad no habría visto un perro con aquella
descripción. La mujer, para su sorpresa, le contestó, que todas las tardes, un
animal como el que decía, se sentaba a la vera de la carretera y esperaba un
par de horas. Regresó mi abuelo, al día siguiente, al punto exacto en el que la
mujer le había dejado dicho, que se detenía el perro. Y allí se encontró al
golfo, más sucio y demacrado de lo que lo había dejado, pero loco de contento
por el reencuentro.
Me encantaba esta historia
por lo poético del reencuentro, me gustaba tanto, que una vez que encontré en
un cajón la foto del perro la guardé, por todo lo que aquel animal había
significado para mi abuelo.
Atesoro otra memoria de
ese abuelo al que apenas intuyo en mis recuerdos, una historia que nada tiene
que ver con perros, pero que me tomo la libertad de traer aquí como un homenaje
a aquel hombre bueno, al que debo en parte estar hoy aquí. Hace años, en la
estupidez de la adolescencia, me contó mi tía, no recuerdo muy bien por qué, que
mi abuelo, estaba deseando operarse las cataratas para poder verme, yo era su
primera nieta, y aquella cortina blanquecina que cubría sus ojos le impedía
contemplarme. Me emocionó tanto el amor que desprendía esa idea, que lloré,
como lloro hoy mientras escribo esto. Es tan inmenso el amor de los abuelos a
los nietos, que dudo que haya amor romántico que lo supere, por intenso que éste
sea.
Disfrutad de vuestros
abuelos, o atesorad su recuerdo. Las personas son eternas, mientras se mantiene
su memoria.