Como todo hijo de vecino,
tengo o tuve cuatro abuelos y si al padre de mi padre por desgracia apenas lo
conocí, tuve al menos la suerte de disfrutar durante 17 años de mi abuelo
materno.
Mi abuelo Manuel, era un
hombre honrado, hablador, generoso y sociable, que nos dedicó tanto tiempo y
cariño a los nietos que aún pasados 18 años de su ausencia, sigo recordándolo
con frecuencia. Mi abuelo era un albañil, que había nacido en Sama, que pasó la
revolución y la guerra, y sobrevivió a ambas, para pasar una larga postguerra.
Mi abuelo, no olvidó jamás que en los tiempos de escasez, los pocos y sabrosos
bocados de que disfrutó, provenían del pueblo del que su padre, años atrás,
huyendo de la miseria había escapado. Y así, si mi bisabuelo, quiso a toda
costa dejar atrás la aldea y el devenir de agricultor que lo esperaba, mi
abuelo, creó un vínculo afectivo irrompible con la que había sido la patria
chica de su padre. Y allí llevó a vivir a su familia, esperando tiempos
mejores.
Gracias a mi abuelo, ahora
tengo un pueblo. Ya sabéis, el pueblo al que uno retorna en vacaciones, en el
que pasó los veranos de su infancia. Tengo que retrotraerme varias generaciones
para establecer un vínculo real con él, porque ni mis padres, ni mis abuelos
nacieron allí, pero no importa, todos hemos adoptado al pueblo y lo hemos ido
heredando.
Mi abuelo, contaba
especialmente bien, las historias de su infancia, intercalando sin que nos
diésemos cuenta anécdotas traumáticas de unos niños que están pasando una
guerra, pero eligiendo con magistral acierto las palabras, de tal forma que nos
pasaban desapercibidas. No fue hasta bien entrada la juventud que empecé a
reparar en el dramatismo que se escondía tras alguna de sus relatos. Puedo
poner un ejemplo, para que entendáis mejor a lo que me refiero, pero sé que no
seré capaz de reconstruir la impresión que me producía de niña. Recuerdo
especialmente una especie de chanza, en la que mi abuelo, hijo de familia muy
numerosa, le preguntaba a su madre, cuando la veía amasar, que cuando sería el
día en que por fin comerían pan de hoy, a lo que su madre siempre contestaba,
mañana hijo, mañana. De pequeña no entendía lo que encerraban esas palabras,
tardé años en darme cuenta, en que dar de comer a una prole hambrienta requiere
incluso dejar reposar un pan tierno, para que se convierta en duro, y aplacar
de esa forma las ganas de comerlo.
Pero yo quería hablar de
animales. Mi abuelo, inculcó en mí, la afición animalista y solía contarme
historias de su infancia y sus animales. Me hacía recordar con él a sus perros,
como uno llamado León, que un vecino les arrebató durante la guerra a pesar de
que el animal respondía a las llamadas del amo. Renunciaron al perro, me decía,
contentos por saber que el hombre que se lo había quedado podía cuidarlo mejor
de lo que ellos hubieran podido. Tenían al perro en una relojería de guarda, y
mi abuelo se conformaba con pasar a saludarlo. No puedo calibrar muy bien, ni
siquiera hoy, que parte de sus historias era real y cuál era completada por la
fantasía, por la suya de cuentista y por la mía infantil. Sé que a veces se
dejaba llevar por su propia inventiva, pero algunas otras, me asombré
descubriendo en la prensa, sus anécdotas como reales. Como una vez que tras
años escuchándole decir que las explosiones que dieron comienzo a la revolución
del 34 en la casa cuartel de sama, partieron en dos una pared, dejándolo todo
en ruinas, excepto un reloj, que se quedó impávido en su sitio, marcando las
horas como si nada hubiera sucedido. Me sorprendí, muchos años más tarde,
dormido el recuerdo en el subconsciente, al descubrir en un fascículo la foto
de la casa cuartel de sama, completamente destrozada, con un reloj impoluto en
una pared semiderruida.
Mi abuelo había compartido
siempre su vida con animales, e incluso contaba entre sus anécdotas el haber
convivido con una pega y una zorra. La urraca, llegó a su vida de pollo, y una
vez criada andaba suelta por casa, siguiendo a quien estuviera en aquel
instante con sus saltos característicos de córvido. La zorra, llegó de cachorra
en una casa en la que estaba haciendo una obra, e incluso vivió un tiempo en el
gallinero. Paradojas de la vida, un zorro conviviendo con gallinas. Bien es cierto
que el animal estaba atado, y que las gallinas no eran lo suficientemente
tontas como para ponérsele a tiro. La pega murió en un accidente doméstico y la
zorra regresó al monte cuando ya crecida desconfiaba de los humanos.
Siempre alentó en mí, la
pasión por los animales, fue gracias a él, que compartí durante mi infancia,
tiempo con ovejas, patos, gallinas, gatos, conejos e incluso alguna vez con
asturcones.
Hacía una cosa curiosa mi
abuelo, como hombre de pueblo criaba animales para su propio abastecimiento,
pero a la hora de la verdad no era capaz de matarlos y mucho menos comérselos.
Los conejos se reproducían como se espera en los de su especie, sin que nadie
les pusiera coto. Y a mí me encantaba pasar las tardes con aquellas bolas de
pelo, que pronto se convertirían en nuevos adultos reproductores. Resolvió por
separar hembras y machos, y dejarlos crecer como si fuesen otro tipo de animal
doméstico. Cuando alguna vez, frente a un compromiso o visita se veía obligado
a matar un conejo, lo encargaba al jardinero municipal, y casualidades de la
vida, ese día, no se encontraba bien, por lo que se excusaba y no comía.
Le encantaban los perros,
y por alguna razón que desconozco, estaba enamorado de la raza foxterrier.
Tenía él en mente, que eran los mejores perros y se pasó repitiéndomelo años,
tantos años y tantas veces, que de alguna forma esa idea cuajó en mi interior y
yo siento tal simpatía por esta raza, que incluso mi primer perro adoptado, mi
pequeño Scrappy, fue un mestizo de foxterrier.
A mi abuelo, le debí mi
primera perra, la Breína, que como relaté en este mismo blog, cuando dos años
más tarde a él se lo llevó la parca, aquella perra negra se convirtió en su herencia.
Adoraba y adoro a mi
abuelo. Le debo tantas cosas, atesoro tantos recuerdos y es tan profunda su
huella que no tengo espacio aquí para dejar constancia de todo ello.
Me marcó tanto su
presencia, que cuando finalizado el instituto, huérfana ya por su ausencia, me
vi en las puertas de la facultad, me encontré a mí misma con una matrícula de
Historia en la mano. Llevaba tantos años escuchando sus memorias, que no
hubiera tenido sentido cualquier alternativa que no llevase implícita continuar
el rastro de su pasado.
Con él aprendí, lo poco o
mucho que sé de animales de granja, le debo un pueblo, un perro, una carrera y
una vida entera llena de recuerdos.
Te quiero Asenjo,