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YWC: MUKI



Muki fue mi ahijado más feliz. Tras tantos animales angustiados, reconozco que fue un alivio conocer a Muki. Él salía del box tirando de la cadena, jugando, mordiéndola, y se iba con cualquiera feliz de la vida. Muki-muk, había estado en dos casas, pero tuvo que ser la tercera la que resultase la vencida. Por algún motivo no encajó en las dos primeras, quizás solo porque estaba esperando a que Natalia llegase a su vida.




Muki era una salchicha peleona, un canalla simpático y alegre, que con su cuerpecillo alargado y paticorto de teckel se había propuesto disfrutar de la vida estuviera donde estuviese. Era un perrillo más bien pequeño, blanco y negro al que era muy difícil hacerle fotos porque no había forma de que se estuviese quieto.



A Muki le encantaba la calle y al principio tiraba de la correa como si en lugar de diez kilos pesase 10 toneladas. Salía como un miura tras abrir toriles y parecía que intentase arrancarte un brazo de cuajo. El puñetero hacía fuerza apoyándose en las patas traseras para coger impulso de tal modo que en lugar de correr saltaba para adelante. Es increíble que un perro tan pequeño tuviese tanta fuerza, pero tenía demasiada energía que derrochar. Se esforzaba tanto en correr atado que al poco de sacarlo se encontraba totalmente fatigado, y en cuánto reconocía una fuente se paraba junto a la misma para que le dieras de beber. Pasado un rato se tranquilizaba, pero adoraba descubrir nuevos mundos y marcar nuevos territorios.




Sin embargo en casa Muki no daba un ruido. Como había convivido con dos familias conocía perfectamente las normas de educación y comportamiento canino. Era limpio y tranquilo para compensar el terremoto que se descubría en la calle. Cuando salías a la calle a Muki le encantaba mordisquear su propia correa, y desafiarte tirando de ella. Nosotros para evitar que la rompiese jugando le dábamos una pelota, y allí iba aquel chuchillo avisando a todos de su llegada mientras mordía incansablemente una pelota de goma para hacer sonar el pito.




Muki era un animal muy alegre al que le encantaba rebozarse en la hierba, deslizarse arrastrando sus patas para rozar el suelo con la barriga e incluso una vez en un descuido, se me rebozó en algo que no era precisamente hierba… Aunque en aquel momento yo lo hubiese estrangulado a él se lo veía feliz atufándome el coche con su nueva “colonia”. La consecuencia directa fue la bañera pero él nunca lo consideró como un castigo, creo que siguió pensando que había merecido la pena.



Le encantaba el coche. Se ponía histérico cuando lo veía y luchaba con sus cortas patas en saltar hacia el maletero en cuánto lo distinguía. Durante el viaje podías ver su cabeza asomada en el asiento de atrás, rastreando los olores con su nariz, mientras la lengua le colgaba de los esfuerzos realizados para subirse al coche. Le gustaba tanto viajar, que la última vez que estuvimos con él en casa no pudimos darle una vuelta antes de marchar porque en cuánto bajó, vió el coche y no hubo forma humana de hacer que Muki se alejase de él. Se empeñó en subir y no paró hasta que lo consiguió.





También le gustaban los bares, sobre todo si a cambio de sentarse un rato le dabas una salchicha. Si el plazo de tiempo excedía de un cuarto de hora, además del pago en especies reclamaba ser subido en el cuello para compensar con caricias el hecho de tener que estarse quieto. Estoy prácticamente segura de que no tendría que haber cedido a aquel peaje, pero era un perro tan bueno que siempre pensé se merecía ese premio.






Muki se llevaba bien con Nanda, bueno con Nanda y con todos los perros que nos fuimos encontrando por el camino. Necesitaba saludar a todos y cada uno de los animales que nos cruzábamos y por supuesto era necesario marcar todos y cada uno de los nuevos rincones que iba descubriendo. Muki, no tenía problemas con nada ni con nadie, no había obstáculo que se le pusiera por delante en su propósito de ser feliz. Era además un ahijado sin complicaciones, no había nada que enseñarle a Muki, no había ruido que lo alterase, ni miedo que lo atenazase, Muki solo quería dar lametones y ser querido. Y sobre todas las cosas, Muki ansiaba recuperar su libertad y finalizar sus días de preso.




Me daba mucha lástima dejar a Muki en el albergue, él disfrutaba tanto en la calle, que sentía especial pena en tener que devolverlo. No obstante Muki, siempre fue fiel a sus principios y nada más cruzar la puerta se iba corriendo con quien la abriese tirando de la correa y festejando el nuevo encuentro.




La última vez que estuvimos con Muki, fue el fin de semana que vinieron a buscarlo. Lo habíamos llevado a la peluquería para que estuviese perfecto, como un novio que llega al altar, o alguien que acude por primera vez en años a una cita. Recuerdo dejarlo unas horas antes de que vinieran a por él, y como se quedó sentado mirándonos muy serio atado a la caseta de la que vendrían a rescatarlo para siempre. Mientras miraba cómo nos íbamos tuve la sensación de que sabía que no volveríamos a verlo. Sé que no es verdad, que solo yo era consciente de ello. Muki como tantos otros asturianos, tuvo que emigrar para tener la vida que siempre había merecido. Ahora es feliz en Suiza, y yo aunque tenga que estar tan lejos, me alegro de veras por ello.



MARÍA Y JAVI



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