Sigo contando historias de
gatos, porque cinco años de colonia gatuna dieron para mucho. La primera fue
Susi, pero ella le abrió la puerta a muchos de sus parientes. Y uno de ellos
fue Nené. Nené, era un gatín pequeño, debía tener unos seis meses cuando
apareció la primera vez por la puerta. Y como todos los cachorros, humanos o
animales, tenía una cabeza desproporcionadamente grande que le hizo ganarse el
apodo, del “cabezonín” como además era terco como una mula, el sobrenombre le
acompañó durante años. Quizás porque aún era un cachorro no tardó en fiarse de
nosotros y en aprender que la gente significaba comida y cama caliente. Así que
durante años entró en casa, primero con Susi, y cuando ella desapareció,
entraba solo disfrutando de su condición de “gato único”. Si Susi adoraba el
sofá, Nené estaba enamorado de la cama. A nosotros no nos hacía especial
ilusión que aquel bichito se colase en nuestra habitación a la menor
distracción, pero era simpático ver como la gozaba cada vez que entraba por un
despiste nuestro. Cuando no sabías donde estaba el gato, no había fallo. Se
había deslizado sibilinamente en la habitación y disfrutaba “repanchingado”
todo lo largo que era sobre la manta. Cuando abrías la puerta y lo pillabas
infraganti, se limitaba a soltar un largo miau y cambiaba de postura mientras
ronroneaba. Le encantaba. Una vez intentamos para quitarle la costumbre dejarlo
cerrado en la habitación, en un tonto intento de que al sentirse atrapado perdiese
la gana de volver a colarse. Pero para nuestra sorpresa cuando horas más tarde
volvimos a abrir la puerta de la habitación, no solo no había cambiado de
postura sino que se limitó a estirarse sobre la almohada.
Perdimos esa batalla
contra él como muchas otras, y nos acostumbramos a encontrárnoslo enroscado
entre las mantas.
Nené, era muy mimoso de
chiquitín, durante su adolescencia no renunció a los achuchones pero los
administraba según sus apetencias y cuando no le apetecía que lo agobiáramos se
limitaba a echarnos una de sus miradas como la que se ve en la foto. Te decía
con los ojos, pero qué pesada eres, déjame en paz. De todas formas nunca fue
arisco, ni renunció a dormir largas siestas conmigo en el sofá o en la cama.
La nevera lo traía por la
calle de la amargura y era capaz de distinguir el sonido de su puerta
abriéndose desde cualquier rincón de la calle. Si el gato no aparecía para
cenar, solo había que abrir la puerta de la nevera para que apareciese
corriendo a trompicones y empezase a reclamar su manduca.
Había otro
electrodoméstico que lo tenía en vilo, la aspiradora. Desde el primer momento
la vió como su archienemiga y no podías encenderla sin que el gato se dedicase
a perseguirla por toda la casa pegándole fuertes golpes con la pata. Incluso
cuando una vez recogida la guardábamos bajo la cama, se dedicaba a desafiarla
con la mirada y se pasaba largas horas sentado vigilando que su antipática
enemiga no volviese a conectarse. Después del tiempo que él consideraba
suficiente se volvía triunfante hacia ti maullando, como diciendo, he vuelto a
ganar, la tengo dominada.
Otra de sus manías
persecutorias era colgarse de las sábanas del tendedero, le parecía la mejor
forma de probar su agilidad y como te descuidases te lo encontrabas colgado
como un alpinista en plena ascensión.
Nené era celoso, no le
gustaba que otros gatos compartiesen el paraíso que él había descubierto y del
que se consideraba dueño y señor. Si alguno de sus congéneres traspasaba el
umbral de la puerta, no los echaba, pero venía corriendo a reclamar tu atención
para que recordaras que él era el mejor gato que podrías encontrar en 100 km a
la redonda.
Otra cosa que me llamaba
la atención de Nené, es que nosotros en aquel entonces teníamos jerbos en un
par de jaulas. Su instinto de cazador le decía que ellos eran su presa, pero su
interés en seguir siendo un inquilino ejemplar era superior a su instinto, por
lo que se limitaba a sentarse en frente de la jaula y mirar. De vez en cuando
se dirigía a ti, y con un gemido te decía, ¿puedo?, yo le contestaba, no. Y él
se limitaba a sentarse mirándolos, imaginando un mundo paralelo en el que le
dábamos permiso para abrir la jaula y darse un festín. En todos los años que
estuvo en casa, nunca intentó atacar a los ratones. ¿son listos los gatos, eh?
Al contrario que Susi, él
no tenía mayor problema en pasarse la noche en casa, y habitualmente cuando
fiel a mi costumbre me despertaba de madrugada en el sofá con la espalda hecha
un ocho, solía encontrármelo sentado junto a mí mirando con atención la
teletienda. Nunca entendió muy bien por qué tenía que pasarse algún tiempo
fuera de casa. Él hubiese deseado pasarse la vida mullido entre cojines
ronroneando mientras recibía paté o latas de comida fresca, exigiendo caricias
a discreción y durmiendo en una cama caliente tapado hasta los bigotes frente a
una estufa encendida. Había nacido en la calle, pero era un gato casero.